DARUMA

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Lo vio por primera vez una calurosa noche de viernes en un bullicioso bar en el corazón de Kabukicho (1). Había pasado casi media hora desde que estaba ahí sentado esperando la llegada del gerente. El hielo en el trago que acunaba entre sus manos ya se había derretido por completo, haciendo más notorio el tiempo que había desperdiciado sentado en aquel incómodo banco de madera. Como si eso no fuera suficiente, los imbéciles bulliciosos que ocupaban la mesa de billar en el fondo no parecían tener intenciones de marcharse pronto así que toda posibilidad de entretenimiento quedaba descartada. Era una ironía que, por no ser lo suficientemente sociable como para golpear las bolas en la mesa con unos extraños la aletargada espera le estuviera rompiendo las bolas.

Akira contemplaba la posibilidad de regresar al día siguiente cuando un desconocido ocupó el banco libre a su derecha, haciendo que las patas de metal cromado rechinaran lastimeramente contra el oscuro piso laminado. Internamente maldijo al recién llegado por ser aún más escandaloso que el resto de los clientes. Hubiera preferido que el joven se sentase lo más lejos posible de él, después de todo el resto de los bancos frente a la barra estaban libres. Siempre le había incomodado sentarse tan cerca de la gente en los lugares públicos, en especial cuando las altas temperaturas de la temporada parecían repercutir hasta altas horas de la noche.

Le observó de reojo. El recién llegado era un pelinegro que debía rondar también los veinte. Era muy pálido, no muy alto y un tanto flacucho, llegando a lo poco sano. Sus facciones delicadas resaltaban debido al oscuro cabello que parecía enmarcarle el rostro y caía apenas hasta sus hombros. Luego de pedirle una cerveza al barman, el joven se dedicó a dibujar con un bolígrafo sobre las servilletas del local. Sus ademanes se le antojaron un tanto afeminados, pero no le prestó mucha atención, ni a él, ni al barman ni a las botellas dispuestas frente a sí ni a la música proveniente de la rockola cercana a la puerta. Era uno de esos días en los que se sentía harto de todo, aunque tampoco era como si tuviese algo más importante que hacer. Estaba tan fastidiado de la vida, que, a la ya no tan tierna edad de veintiún años, no parecía tener el denuedo como para buscar una nueva motivación que no fueran las responsabilidades heredadas.

El joven a su lado había permanecido absorto en sus dibujos e iba ya por la tercera servilleta cuando inesperadamente, levantó el rostro para dirigirle la palabra:

―Disculpe ¿Qué hora es?

―12:40 ―gruñó Akira de mala gana tras un rápido vistazo a su reloj de pulsera.

El joven se estaba volviendo rápidamente una molestia tan pequeña e irritante como una piedrita en el zapato: no sólo se había sentado tan cerca de él que sentía como si le robase el aire que por ley correspondía a su espacio personal, malgastaba servilletas tal si fuera un niño que necesita hacer rayones para matar el tiempo y le había obligado a dirigirle la palabra, porque al menos en público no solía ser tan maleducado y menos si de un cliente se trataba. Pero quizás el motivo real por el que ese sujeto se le hizo insoportablemente molesto fue por no devolverle un simple «gracias» como señalan las normas sociales.

El pelinegro, inconsciente de la aparente gran ofensa que había profesado hacia el orgullo de Akira, tomó la mochila que había permanecido sobre el banco contiguo y se puso de pie sin volver a dirigirle la mirada ni mucho menos la palabra. Rebuscaba un par de monedas en el fondo del bolsillo cuando un segundo hombre entró al local presurosamente. Aunque era bastante alto y bien parecido, a simple vista podría decirse que era el típico asalariado de traje y corbata mal anudada. Por la forma en que el hombre de traje puso una de sus manos sobre la espalda del más joven luego de intercambiar un par de palabras susurradas sobre su oído, Akira dedujo que eran amantes, pareja o algo parecido. En un barrio como aquel ese tipo de encuentros eran algo tan común y corriente como el noticiero de las once. Ambos hombres se marcharon de inmediato, dejando atrás una cerveza a medio beber y tres servilletas llenas de unas curiosas flores que Akira no supo identificar.

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