La metamorfosis de la granja Byron

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Georgine Valley era uno de esos pueblos que, por más que los buscases en el mapa, no parecían menos que una mota de polvo entre ciudades como St. Mary Castle, que tenía (y tiene) esos enormes desfiles navideños en plena nochebuena, o Beach Sand, con sus costas repletas de turistas satisfechos tras un fabuloso cuatro de julio. Geevalley, como lo conocían los niños de entonces, solo tenía Halloween. Y ni siquiera eso lo hacía destacar del todo. Los habitantes se gastaban los ahorros del año en calabazas que tallar a mano, en esqueletos que luego vestían de espantapájaros y colocaban al lado de sus buzones, en arañas falsas y ratones muertos de plástico. La madre del desconocido solía comprar luces disfrazadas de ojos momificados, tan penetrantes que, cuando pasabas frente a la casa, poseían la habilidad de hacerte creer que te seguían hasta dónde caminaras. Era, sin duda, su fiesta favorita. Pero desde que el viejo Dankworth empezó a difundir la historia de la granja Byron, las cosas fueron a peor y ni los pobladores de toda la vida quisieron quedarse en Georgine Valley.

El viejo Dankworth vivía en una de las casas de la colina. Pogo, un galgo delgaducho y albino que no paraba de saltar de aquí para allá, era el único que le hacía compañía. Nunca se había casado, ni jamás se supo si había tenido hijos; era todo un ermitaño cuyo contacto humano se reducía a algunos pocos miembros de la comunidad. Los que en aquel momento eran niños tenían terminantemente prohibido acercarse a él. En Georgine Valley siempre corrían malos rumores de la gente antisocial... ¿Quién iba a pensar que después se volvería un borracho tan extrovertido?

—Chico, ¿sabes lo que le pasó a la granja Byron? —recuerda el desconocido que decía a cualquiera que pillara desprevenido, semioculto en un rincón oscuro, con la botella de Conecuh Ridge siempre a medio beber— Yo te diré lo que pasó con la granja Byron, sí, yo te lo diré... Algo tan horrible que no podrás creerte.

Allá, por los collados —puede que en gran parte, gracias al viejo Dankworth—, los Byron eran mucho más conocidos que su propia granja. Marthaline, la matriarca, dirigía un negocio de gallinas que había comenzado su padre, al que llamaba inigualable y tenía un nombre tan caricaturesco como Filemon Genoese Byron. Atractivo y carismático, cualquiera diría que había sido engendrado por los monstruosos Danylo y Dorotheus: gemelos unidos por un solo tronco, hombres robustos, calvos y de ojos pequeños que destripaban animales por diversión en su tiempo libre, y cuyo padre (el enfermizo Casimir) había muerto mucho antes de verlos nacer de una madre hipocondríaca. Aunque, quizá de todos ellos, el más notable fuera Arseny. Holgazán del siglo XIX, era el mejor engañabobos de Geevalley y había adquirido la granja por el módico precio de una vaca vieja y un par de ovejas enfermas.

La gente lejos de las colinas siempre sospechó de que los dueños anteriores aceptaran tan fácilmente las propuestas de aquel caprichoso. Y las consecuencias que fueron acribillando a los Byron —mucho tiempo después— les acabó dando la razón a sus dudas: la delicada salud del primogénito, la llegada al mundo de un cuerpo con dos cabezas macabras y una larga lista de niños muertos; también la putrefacción a los cincuenta y tantos de los dientes del inigualable, que casi hacía imposible mirarlo a la cara y, finalmente, la terrible visión que volvió loco al viejo Dankworth y acabó, de forma inexplicable, con la estirpe de aquel lugar.

A pesar de que ni él ni su familia conocieron a los Byron, más allá de las habladurías que murmuraban los vecinos (que si Marthaline era una viuda negra, que si sus tres hijos tenían la mirada perdida y el apetito de las bestias, que si Americus, la pequeña de la casa, era bruja y espiritista de un plano ajeno a lo llanamente paranormal, que si esto, que si lo otro...), lo que se descubrió a posteriori no le ha dejado olvidarlos de su memoria.

A veces, el desconocido sueña con ellos, tal y como se los imaginaba en su mente infantil, y le persiguen, y le atormentan, pidiendo ayuda en carne viva, bajo la sombra de algún sitio inimaginable para nuestros límites.

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