1. El pecador, el inocente y el verdugo.

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Había olvidado la sensación que daba la compasión. Había olvidado también cómo era sentir ese impulso por salvar vidas y protegerlas. Ya no estaba más. Mi humanidad se había esfumado. Bien, quizás no por completo, aún seguía ahí, yo seguía siendo una persona, pero se había tornado más tenue. Ahora mis sentimientos y sensaciones tenían mente propia,  se habían vuelto selectivos y decidían con quien sí y con quien no manifestarse, y cuando era apropiado aparecer y cuando no era conveniente.


Pero cosas así no suceden de la noche a la mañana. Hay una razón.

—Haladie querida, ven aquí por favor —resonó la voz de mi abuelo por toda la Sala de práctica. La molestia en su voz era evidente.

Me giré, dejando tirado al hombre frente a mí que apoyaba su peso sobre sus manos y rodillas mientras tosía y respiraba con pesadez.

Caminé hacia donde estaba mi abuelo, en un pequeño palco localizado unos tres metros sobre mi cabeza en una esquina de la habitación.

Llevaba tiempo sintiendo picazón en la mano izquierda, por lo que me quité la venda que la envolvía mientras me acercaba a él. Una vez la tela estuvo fuera, pude ver la piel morada y los pequeños hilillos de sangre que salían de diversos cortes en mis nudillos.

Cuando estuve más cerca, alcé la vista y pude verlo de pie, apoyándose en su bastón de madera con ambas manos. Los anillos plateados en sus dedos destacaban por el color caramelo de su piel. Sus espesas cejas en donde el blanco de la vejez y su color negro natural se mezclaban, estaban fruncidas. Estaba enfadado. No era la primera vez que ponía esa cara.

—¿Qué pasa?—dije deteniéndome a unos dos metros del palco, donde él podía verme y yo también a él.

Él se acercó al botón que activaba el intercomunicador y dijo:

—Estás siendo delicada. No me hagas perder mi tiempo, niña—me reprochó en un tono severo—. Ahora quiero que lo hagas en serio.

Asentí. Tenía razón, estaba siendo delicada, pero era culpa del cansancio que hacía mi cuerpo débil y causaba dolor. Llevaba dos horas aquí, golpeando personas como sacos de boxeo hasta matárlas. Era monótono, repetitivo y muy pesado.  Comenzaba a cuestionarme si se trataba de una especie de ejercicio de resistencia o era mero entretenimiento para mi abuelo.

Necesitaba descansar, tomar aire y curarme las heridas que comenzaban a abrirse más con cada impacto fuerte sobre mi piel.

Me envolví la venda otra vez, inhalando hondo para tratar de atenuar el dolor. Volví a mi lugar frente al gladium. Ya estaba de pie, aunque se tambaleaba un poco y de vez en cuando apoyaba las manos en las rodillas para evitar caerse.

Cuando sus ojos celestes se clavaron en mí, su rostro brillante por el sudor, rojo por los golpes y plagado de cortes, se contrajo en una expresión de súplica. Juntó sus manos frente a su cara y se arrodilló. Un caminito de sangre bajaba desde su boca hasta su barbilla y de ahí goteaba al piso formando un pequeño charco.

—Por favor, se lo suplico —dijo en un susurro con la mirada baja.

No podía perdonarle la vida. En primer lugar, si no terminabas con la vida de un gladium, su castigo se convertía en tuyo y te volvías un traidor al no asesinar a alguien cuya penitencia, decidida mediante un juicio justo, era la muerte. También estaba la otra situación, el gran dilema. Sabía que perdonar una vida era lo moralmente correcto, sin embargo, en este lugar me habían enseñado que si tu uramolcu, es decir, tu "entrenador" quien te enseñaba a pelear y matar —en este caso mi abuelo— te ordenaba algo, debías obedecer sin hacer preguntas y sin dudarlo.

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⏰ Última actualización: Feb 03, 2021 ⏰

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