¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Un pequeño niño pelinegro y de puntiagudos dientes trataba de escapar de la multitud enfurecida que atacaba el palacio. Ese día había logrado convencer a su padre, quien era teniente del ejército del zar, que lo llevase con él a su trabajo, debido a que soñaba con seguir los pasos de su progenitor; no obstante, jamás pensó que sucederían aquellos trágicos acontecimientos.
Continuó corriendo asustado por los pasillos, a la par que lágrimas salían de sus cristalizados ojos ante el recuerdo y el dolor de la pérdida de su amado padre, que se había sacrificado para que él pudiese seguir con vida. En su mente aún mantenía la imagen de él tendido en el suelo y con una grave herida en su pecho que no dejaba de sangrar.
Después de un tiempo, el cansancio comenzaba a hacerse presente en él, llegando un instante en el que sintió que sus pobres piernas ya no podrían más, por lo que entró en una habitación en la que creía que estaba vacía. Aprovechó para tomar una gran bocanada de aire y descansar por unos pocos minutos, ya que sabía bien que tendría que retomar su travesía lo más pronto posible. Observó con detenimiento el lugar, apreciando como cada pintura, mueble y adorno se encontraban ahora destrozados, lo que le otorgaba un aspecto lúgubre. Ahogó un grito con sus manos tras haberse fijado que yacía en el suelo el pequeño cuerpo de un niño peli verde, con quien en la mañana había jugado por los pasillos del palacio. Pensaba en huír lo más rápido que podía de allí; sin embargo, se percató de que todavía seguía respirando, por lo que a pesar de su agotamiento decidió cargarlo en su espalda para llevarlo su hogar, no sin antes guardar una pequeña cajita dorada que encontró al lado del infante.
