GUERRA PERDIDA

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— ¿Recuerdas cuando nos conocimos? — pregunta.

Río y le contesto:

— Te caíste dentro del tacho de la basura por ir despistada.

— En mi defensa, estaba mal posicionado. — contraataca refiriéndose al basurero.

Reímos juntos al recordar aquel momento.

— Sabes que eso no es cierto. — digo mientras tomo su mano.

Ella queda pensativa un momento.

— No olvidaré cuando el camarero de aquella cafetería vino corriendo a salvarme de tal humillación. — comenta al fin y le sonrío con ternura, porque no se merece menos.

Así nos conocimos, ella salía de la cafetería con sus donas cuando se llevó por delante el tacho y cayó dentro de él, no dudé un segundo y fui a socorrerla. En ese mismo instante la invité a un café luego de terminar mi turno. Sólo me bastó con mirarla a los ojos para saber que iba a ser el amor de mi vida, la mujer con la que quería compartir cada sonrisa, cada lágrima, cada historia. Ella, una contadora reconocida y yo, un camarero de una vieja cafetería. Éramos – y somos – muy distintos, pero para el amor no hay combinación perfecta y nosotros somos el claro ejemplo.

Sus ojos llenos de amor me observan mientras los míos inundan la sala del hospital con lágrimas. No soporto verla ahí, con todos esos aparatos y tubos alrededor de ella. Es la mujer más dulce y amorosa que he conocido. Ella suele llevar galletas para los perros callejeros que ruegan por comida, se detiene a bailar cuando oye una canción que le gusta sonando en las afueras de los bares, nunca lleva paraguas cuando llueve porque le gusta abrir los brazos y sentir las gotas en su cuerpo. Cada vez que viene a mi memoria aquel día, sonrío. Era un día grisáceo, fresco y llovía demasiado, Feli salía de su oficina y yo la esperaba afuera con un paraguas lo bastante amplio para que nos cubriera a ambos, pero en el momento en que me vió, se frenó y comenzó a correr en dirección contraria, sin importarle que el agua empapara su vestimenta, su maquillaje o su peinado. Sin entender la seguí, corrí tras ella y el paraguas se me escapó de las manos, pero no frené hasta alcanzarla en una plaza cercana. Ella giraba en su eje con la cabeza hacia atrás y reía. Vino hacia mí, agarró mis manos y nos hizo bailar mientras cantaba. Saltaba y movía mis brazos intentando seguir el ritmo de su canción, yo reía con ella y segundos después, seguí su locura corriendo debajo de la lluvia, saltando en los charcos, cantando con ella.

En definitiva, es de esas personas que hacen de lo simple una maravilla, que al mirarla te llena de alegría el corazón, que al escucharla te dan ganas de abrazarla. Me sorprende que, entre tantos hombres, ella se enamorara de mí y de mi torpeza. Siento, de algún modo, que estábamos destinados a estar juntos, a encontrarnos como almas gemelas.

Ella no se merece esto, Felicitas no merece este final, no ella. Pero mírenla, sigue sonriendo a pesar de que sabe que perdió la guerra, a pesar de que sabe que le quedan días o incluso horas, a pesar de que sabe que el cáncer está acabando con lo último que queda de ella. Y sonríe para mí, sonríe porque sabe que no volveré a ver esa sonrisa y esos ojos que me vuelven loco.

— Lucha, Tomi. — me dice — No dejes que los demonios oscuros te dominen. — así le llama ella a la depresión — Y recuerda nuestros momentos felices, recuerda el día que fuimos a esa pizzería y pedimos una manzana porque estabas a dieta y los empleados nos miraron raro, recuerda cuando le dábamos de comer a los perritos y uno de ellos nos siguió a casa, recuerda cuando me cantaste la serenata, cuando me pediste ser tu esposa en un concierto de Bruno Mars, justo después de que cantara mi canción favorita, "Just the way you are". Recuérdanos así de alegres. — se detiene un momento y acaricia mi rostro con ternura — Lo demás... sólo tenlo presente para no perder la cordura. — su sonrisa se torna muecas de contener el llanto, sus ojos se vuelven poco a poco brillosos y se le escapan algunas lágrimas, a ella también le duele saber que tiene que partir pronto — Te amo, mi Tomi.

Esas palabras, que siguen resonando en mi cabeza, estrujan mi corazón, siento cómo se rompe como un fino cristal. Con la cara empapada, me acerco más a ella y la beso. Sostiene mi cara con sus suaves manos. El beso pasa de sus labios a sus mejillas, su nariz, su frente, sus ojos, su cabeza sin cabello y luego se tornan caricias en los rostros de ambos.

— Te amo, mi Feliz. — así la llamo, pues, ella es la razón de mi felicidad — Te voy a amar siempre, por el resto de mi vida, cada día que pase.

Luego de mirarla y mimarla por unos minutos, apoyo mi cabeza sobre su pecho, sintiendo su respiración y sus latidos. Cierro mis ojos y dejo que sus dedos bailoteen en mi cara y jueguen con mi cabello. Sus caricias me hicieron olvidar por un rato de lo que sucede alrededor, su tacto me relaja, hace que sonría y que quiera más de su cariño. Hasta que, de pronto, deja de hacerlo, entonces la miro extrañado. Sus manos caen de mi rostro, su respiración no eleva su pecho, sus latidos se detienen, el aparato que controla sus signos vitales comienza a chillar. Por un segundo no comprendí, hasta que recobro la conciencia, recordando todo y mi cabeza empieza a dar vueltas. No puede estar pasando, no ahora, aún no.

Sacudo su cuerpo con mis manos y no responde, me aparto un poco, tropiezo con mis pies y caigo al piso. De un momento a otro, los doctores aparecen corriendo, unos van a ella y otros me toman por los brazos para sacarme de ahí. Me resisto lo más que puedo para permanecer en la habitación. No quería dejarla, todavía no termino de despedirme, pero mis piernas no responden a mi comando.

Miro el reloj de mi muñeca y veo como pasa el tiempo. Diez, quince, veinte minutos y aún no sé nada. Pasaron, finalmente, treinta minutos desde que me botaron de al lado de ella, hasta que salió el doctor que encabeza al equipo médico.

— Joven... — inicia el doctor — tengo el desagrado de comunicarle que no pudimos reanimar a su esposa, su corazón no respondió al electroshock. — toma aire para luego golpearme con lo que no quería oír — Su hora de defunción fue a las 19:23 hs. Lamento su pérdida. — y se va, así sin más, me deja solo, solo contra mi pesar, contra mi mente.

Con todo el dolor sobre mis hombros, recuerdo sus palabras "Lucha, Tomi". Repito la frase para mí mismo, una y otra vez, y de repente me encuentro enterrando su cuerpo en el cementerio, llorando mi pérdida, despidiéndome una última vez.

Dina Gandul.

Anexo:


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