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Caminante de la muerte, hombre barnizado de gracia y con una sonrisa estridente producto de la felicidad infinita en la que se sume por tan noble oficio. A los pies de la justicia, café de grano molido, aroma envuelto en sudor y perfume barato. Voz alegre, risa floreciente entre todos esos gritos y aquellos mandatos del dios intocable. Ivanov, comisario, compañero, amigo y líder.

Descanse en paz, sueñe con el triunfo de un mundo, con la mujer de la balanza coronándole como el caballero bienaventurado y próximo símbolo a quienes todos le brindarán palabras empalagosas y llantos fingidos. ¿Por qué?, porque a nadie le importan los vivos, únicamente los muertos son dignos de festejar en despedidas despampanantes; con flores, con música fúnebre y con trajes negros en símbolo de luto y profundo arrepentimiento.

—Jamás vi a Conway llorar por mí... o reír conmigo cuando estaba ahí —señala al vacío aquel azabache con los ojos fundidos en una penumbra lastimera, respira hondo, inhala todo el oxígeno posible y da contra la dura verdad para saber que, sí, está muerto. Su dedo índice se mueve alterado por el miedo, los movimientos caóticos remarcan cuan lastimado está el pobre hombre. —Siempre quise demostrar lo que valía, me jugaba la vida en cada atraco. Bala que detonaba, hombre que caía. Él ordenaba y yo cumplía, a veces con gritos, a veces con maldiciones, pero... ¿Cómo podría revelarme contra aquel hombre a quien en mis pensamientos le llamaba papá?

El comisario tercero de la comisaría del sur de Los Santos no puede resguardarse los demonios con los que carga, solamente finge la sonrisa en su rostro y la gota detonante de la tormenta le hace bajar el brazo, y su instinto le ordena tomar aquella placa sobre su pecho.

—Tú... pude haber seguido mi vida. Volkov, ¿Qué hará el estúpido ruso sin su mejor amigo?, ¿Qué pasará con Conway cuando nadie atienda mi propio nombre?, ¿Por qué? — Para en seco, profundiza su voz al extremo en que parece distinta, tan perdida a como era en sus tiempos de ocio. —¡Armando!, ¿¡¡Por qué fui yo y no alguien más!!?

Con las hebras negrizcas revoloteando, el jefe de mecánicos fija su mirada en la mirilla del francotirador, infla el pecho y contiene el aire dentro de sí con el objetivo de no moverse ni un centímetro. Gotas saladas de sudor le hacen pestañear constantemente, y el pasamontañas provoca una asfixia mortal al punto de hacerle respirar en un frenesí por obtener calma.

La radio da con tres toques necesitados por parte de aquellos compañeros y las balas son destinadas a la culminación de la vida, estallidos hacen que Ivanov arroje aquel metal dorado con grabado en negro hasta hacerla desaparecer en una caída libre. Cuando la placa de comisario toca el agua salada y da con el final, tres cuerpos caen inertes y la misión finaliza con éxito.

—Eras el indicado, estabas con él cuando le quisimos matar, yo principalmente quería cargarme a Conway, pero nuestro contratista nos dio otra misión. El quitarte de en medio me hizo dar cuenta de la puñalada mortal al viejo ese, su mirada, el llanto que dejaba ver...

—¿Y estás bien con eso?

—Lo estaba, hasta que te apareciste en medio. Tú y tus reclamos de siempre me hacen saber que la venganza fue un error.

—¿No te sentó bien? —ríe con sorna y muestra una mueca empalagada en brutal necesidad de obtener una sola victoria.

Armando toma el arma y comienza a quitar pieza por pieza de tal modo en que cada parte pueda caber en la mochila a la perfección. Se toma su tiempo, roza el metal frio a través de su piel y siente el recuerdo del retumbar de cientos de disparos realizados. Entre ellos, los más salvajes se describen en nombres aleatorios que bien pueden pertenecer a alguien más que sólo un objetivo en turno; Leopoldo, Torrente, Gonetti, Marín, Horacio y, por último, Ivanov.

—Me sentó de maravilla chaval, esa noche dormí como nunca. Hice que un dios se pusiera de rodillas contra su propio verdugo y en tu sepultura toda una ciudad temió no por aquel viejo, sino por mí.

—Y ahora que todo terminó... ¿Qué harás?

—Vivir una vida tranquila.

Alistando todo el equipo en su espalda, Armando acomodó el sombrero negro sobre su cabeza y avanzó hasta la orilla del edificio donde estaba postrado. Yendo hasta la comisura miró por debajo hasta verse reflejado en el marino del océano resplandeciente.

—¿Y si yo no quiero?

Una suave melodía entonada desde los labios del jefe llamó la total atención de Ivanov, éste vaciló unos segundos antes de acercarse y convertirse en la fiel sombra de Armando. Los dos, el bien y el mal compartían una relación de espacio y tiempo, el equilibrio labraba un espacio para fusionar y soltar una nueva creación a partir de dos opuestos.

—Cargaré con las consecuencias. Sólo necesito terminar con un último trabajo.

—Conway no descansará hasta cargárselos uno por uno.

Armando bufó.

—Ha pasado por mucho, el ya no está para seguir a unas mierdas como nosotros. Sus ojos ya no se encienden como antes, su piel comienza a marchitarse y su voz apenas puede ir en contra del viento.

—Entonces déjalo en paz.

—No... puedo.

Ivanov se cruzó de brazos sin decir palabra alguna, en su mente la pregunta del millón se asomaba entre pequeños fragmentos de recuerdos antiguos en donde Armando aparecía cada día a la misma hora en medio de la recepción de la comisaría preguntando por el superintendente. Profundiza y ve el rostro de Conway sereno, con una curvatura en sus labios que bien quieren liberarse en una sonrisa alegre, esa que nunca sale ni en los días de descanso en el Yellow Jack. Si Alexander toma a detalle cada carcajada alborotada y las miradas en sintonía de ambos jefes, la respuesta final lleva a una conclusión bastante contradictoria.

Ivanov da media vuelta y antes de retirarse con una bandera blanca entre manos, acepta el final de su padre. Antes de que Conway lo pierda todo, Alexander cede sin necesidad de pedir explicaciones. No se necesitan.

—Hazlo rápido, igual a como fue conmigo. Por favor.

—Así será. Sin dolor ni tragedia. 

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Gracias por leer. 

Some NightsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora