En el reverso del sobre hay una caligrafía fina, de aspecto apretado y tacaño, dispersa en papel amarillento que se ha manchado con lodo y algo de sangre. Es de un tal Wolfgang. En su interior hay un mechón de cabellos rubios, pegado con un sello improvisado en el que se distingue la huella dactilar de su dueño prácticamente fresca a causa de la sangre.
De repente, del interior se desliza un papel prolijamente doblado. La tinta está diluida en una mancha parda de café o humedad, y aún se entreve el nombre de una mujer. Hay algo que me hace pensar que es el de su novia.
La carta está acompañada de una pequeña fotografía en blanco y negro: es de un hombre joven, parece tener unos veinte años y sus labios dibujan una incipente sonrisa. Sus jóvenes ojos de color castaños brillan bajo una gorra, fijos en un punto indeterminado en el estudio de fotografía militar.
Puedo decir con certeza qué Wolfgang es alemán, no sólo por su buen aspecto que se realza con el uniforme militar que los diferencia de nosotros. Sino, porque sus líneas están escritas en tal idioma que claramente no puedo entender, y el destino de envío es de alguna ciudad o pueblo desconocido para mí, por supuesto de Alemania.
La carta tiene fecha de dos días atrás: veintidós de diciembre. Así que es evidente que no ha tenido tiempo de enviarla.
Me siento culpable.
Tengo en mis manos una carta que no llegará jamás a casa, y eso me trae pesar al preguntarme si al menos, su cuerpo fue recogido para entregárselo a sus familiares después de caer por mi disparo y fallecer en el acto. O quizás y aún peor, les llegue un telegrama para informar su desaparición en batalla, cuándo en realidad está tendido en el campo bajo un montón de cadáveres que comienzan a quedar enterrados por la nieve o el lodo, incluso siendo despedazados por las bombas haciendo imposible su reconocimiento.
Rápidamente guardo las cosas en mi bolsillo, e intento deshacerme de las tormentosas imágenes sin mucho éxito. Pero el sonido de la guerra librándose a kilómetros de mi posición, y el aroma de la sangre y la muerte que me llegaba constantemente a mi nariz no eran de gran ayuda.
¿Cuántos más quedarán enterrados entre escombros, o ignorados en abandonados graneros? ¿Cuántos más desaparecerán sin la oportunidad de darle a su lápida un nombre, a causa del olvido o la indiferencia?
Definitivamente el rostro de Wolfgang se grabará en mi mente para siempre, al igual que muchos más que han caído por mi culpa. Solamente que este tiene más peso, porque existe un nombre con el cuál asociarlo cada vez que aparezca en mis pesadillas. Sin embargo, no fue hasta oír a lo lejos a un soldado intentando deleitarnos con una pequeña canción improvisada con su armónica, que me dí cuenta estar parado con el fusil en mano revisando las líneas alemanas mientras me cubría cuidadosamente, usando un cebo improvisado con mi plato.
Si disparaban, al menos sería al pequeño plato y no a mi cabeza, alertandonos de un posible ataque.
"Bien Erik, al menos tienes ingenio. Y si tienes suerte, sobrevivirás otra noche". Pienso, aunque últimamente mis ideas tentativas de jugar con la suerte comenzaban a volverse más fuertes. Pero la descarté en seguida al toparme con los tristes rostros de mis compañeros al observar sobre mi hombro; todos intentaban sobrevivir y volver a casa cuándo esta matanza terminara.
Un escalofrío ante la idea me sacudió.
—¿Tienes fiebre Hamilton? —dijo alguien cerca de mi oído, rompiendo por completo con mis pensamientos cuándo su aliento chocó en mi oreja.
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Alto al fuego: Ausländer
Ficción históricaDiciembre, 1914. Él hablaba un idioma, y yo otro. Éramos dos personas en bandos diferentes, ocultos en trincheras opuestas y peleando una batalla que no era nuestra. ¿Cómo podría seguir peleando contra aquel que me señalaron como enemigo, pero que a...