El castigo

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“Los dos entraron a la habitación. Se arrojaron a la cama mientras se cercenaban a besos. Él se quitó la camisa, ella le concedió que la despojara de su blusa. Procedieron a liberarse de sus pantalones hasta terminar náufragos.
Al principio fue considerable, luego ocurrió un desenfreno que no parecía conocer fin. Cuando hubo concluido, yo salí del guardarropa rápidamente. Richard suplicó por un instante, pero ya no había marcha a atrás. Vertí el bidón alrededor y encendí la caja de cerillos". 

—Castigo. Fred Trespalacios.

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Bienvenidos a Rodhia, un pueblo con 4.666 habitantes, de fachadas pintorescas y callejones minúsculos, un pueblito de esos donde se creería que nada pasa, donde nadie ha sido lo suficiente exitoso ni famoso para que sepamos de su existencia y se nos marque su ubicación en el mapa, donde no hay para mostrar más que la voluptuosa vida verde de sus montañas y valles además de sus gélidas aguas. ¡Bienvenidos al pueblo maldito que se hace viejo, un pueblo de sepultureros y cementerios!.

Hay una curiosidad que me gustaría contar sobre este lugar. En los bosques, lagos y pantanos Rodhianos se suelen encontrar jóvenes despojos de almas en pena, llora toda Rodhia cada vez que un habitante se torna un sepulturero pues es tradición y ley que el que encuentra, entierra; quien encuentra vela por el descanso y la dignidad para aquellas desdichadas presas de impíos demonios vestidos de traje y luces.

Un mal aventurado día Leela y Paul, un matrimonio en sus cuarentas, charlaban agitados por la aventura, contagiados por la energía de los tres perros que habían llevado a cazar, César, el más mañoso de los cánidos de pronto comenzó a emitir largos y lastimeros aullidos para llamar a sus amos quienes sin sospechar la magnitud de su hallazgo reían esperando pasar una cena de acción de gracias memorable. Y créanme, lo fue.

Cuando Leela alcanzó a su mascota profirió un agudo chillido pues, bajo una zarzamora uno de aquellos fue hallado con vida, el pitar de una nariz por completo rota les hizo advertir que ese día no se volverían sepultureros. La pareja sabía que era uno de esos niños que nadie busca y que llenan el cementerio de lápidas sin epitafios, que ese cuerpo delgado y maltrecho no debía aparecer ante los ojos de nadie más, al menos no vivo. Con el miedo instalado en sus corazones tomaron lo poco que quedaba de aquel y lo llevaron a su seno donde por milagro y gracia divina pudieron salvarlo.

Transcurrieron tres inviernos antes de que Elías, el no muerto, pudiera poner un pie fuera de la cabaña del cálido matrimonio, transcurrieron al menos otros tres más para que las piezas del roto Elias pudieran mantenerse juntas. La vida parecía de apacible futuro para el pequeño no muerto, cobijado por la falta de memoria en el pueblo de los sepultureros bajo un nombre extraño, cualquiera que lo hubiera conocido antes o durante su existencia como aquellos que son encontrados lo viera ahora no sería reconocido, puesto que no hay nariz, rasgo, mente o cicatriz que aguante casi una década de estancia con los espectros elitistas.

Comenzó entonces Elías el de los ojos sin vida, a laborar como Botones en el único hotel de todo Rodhia, un amplio y muy antiguo pero extrañamente lujoso lugar construido en medio de grandes y espesas arboledas. Los días como mozo de equipaje le agradaban, le gustaba ser tan eficiente como invisible, un espía autorizado en las vidas de los huéspedes.

Una tarde de esas grises en las que se está a la espera que algo pase nuestro fajín no muerto fijó su vista en el inquilino recién llegado, se sintió de pronto transportado a un imperecedero Déjà vu, el hombre le apuntó a la distancia el lugar donde había puesto las maletas y Elías movido por la costumbre sacó a su cuerpo de la inercia haciendo su trabajo mecánicamente mientras su psique absorbía eso tan familiar, había algo en los ojos del huésped que le recordaba a sí mismo de una forma que le aterró al punto de hacer temblar sus enguantadas manos, al dejar las maletas dentro de la habitación un escalofrío le recorrió la espina al leer en un maletín el nombre de su propietario:

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