Capítulo Veintidós

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CAPÍTULO VEINTIDÓS

MASON

    Lleva días ignorándome. Al principio solo eran respuestas secas, pero ahora ya no me coje las llamadas, no me responde los mensajes, y no hay quien la intercepte en clase. Llega la última, y se va la primera. No sé qué ha pasado. Estoy en blanco, como la semana pasada cuando en cuestión de horas pasó a tener una actitud tan distante conmigo. La diferencia es que, ese día terminé durmiendo abrazado a ella, y, que yo sepa, no se ha vuelto a aparecer en la entrada de mi casa.

    Joder, ¿qué he hecho? ¿Habrá sido aquello que dije de que no sabía querer? La cagué, vale, no debería haberlo dicho, no era el momento, pero es que... Me bloquee. Se me bloquearon todos los sistemas racionales y solo podía usar el sentido del olfato, el del tacto, y el del gusto. Y sí que era un gusto tocarla, olerla, saborearla. Pero en ese justo momento, la bola de demolición llamada Lantana, se adentró de nuevo en mí, a muy poco de llegar a mi corazón, todavía le quedan unos centímetros. Por eso me paralicé, porque estaba sintiendo que la presión llegaba a un sitio que no debía, y por eso dije aquello, porque pretendía dejarlo claro antes de decir cualquier tontería más grande. Fue mi forma de hacerla retroceder, de arrepentirse antes de que fuera demasiado tarde. Para ambos.

    Pero me sentí fatal a la mañana siguiente, porque sentí que ella había entendido que no la apreciaba, que ni siquiera me caía bien... De hecho, me lo preguntó, y vi la oportunidad perfecta para decirle entre líneas que, el que no sepa querer, no implica que no lo haga.

    ¿Estás... admitiendo que la quieres?

    Estoy admitiendo que podría quererla, sí.

    Pero todavía ese desastre no ha ocurrido. O al menos, no me he dado cuenta. No, no ha ocurrido. Si hubiera pasado, lo sabría.

    Me tapo el sol que me da en los ojos con la mano, e intento reconocer el rostro de mi madre entre toda la gente que sale de la estación. Sonrío cuando lo hago: con el corte rubio bien peinado, las gafas de sol grandes, la maleta elegante y grande en su justa medida, con un outfit igualmente elegante.

    —¡Mamá!—levanto la mano y la sacudo para que me vea. Me sonríe ampliamente, y camina hacia mí. Me giro hacia mi hermana, apoyada sobre la puerta del conductor y le hablo disimuladamente—¿Cuánto te apuestas a que lo primero que nos dice es si hemos comido?

    Ríe.

    —Es obvio.

    La vemos llegar y abrir sus brazos hacia nosotros. Ambos caminamos hacia ella, Cara rodando los ojos, yo con una sonrisa, y la abrazamos.

    —Mis niños—nos dice, acariciando nuestras espaldas y cabellos—. ¿Habéis comido?

    Miro a mi hermana con una ceja alzada y una sonrisa divertida.

    —No, mamá, te íbamos a invitar a comer.

    —Ay, pero qué buen recibimiento—sonríe y aplaude. Llevo su maleta al maletero, y le abro la puerta del copiloto para que me acompañe delante—. ¿Cómo estáis, cariños?

    —Bien—dice Cara, colando su cabeza entre los dos asientos delanteros. Freno en seco para que se dé un golpe con el asiento de mamá, y río cuando tiene efecto. Me da con su puño en el hombro—. Imbécil.

    Morgan me llamaba imbécil. Oh, por favor, Mason, deja el sentimentalismo, ¿quieres? Morgan y todo el mundo te llamaba y te llama imbécil, porque a veces lo eres. No es una palabra que ella haya patentado, no empieces a relacionar cosas con ella, ese no es el camino.

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