CAPÍTULO 1

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HUIDA 

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HUIDA 

Puebla de los Ángeles

de 1866.

Convendría comenzar a narrarte nuestra trágica historia con el día en que padre arribó de manera imprevista a nuestra casona, diciendo que Cecilia y yo teníamos que huir de inmediato de Puebla de los Ángeles, nuestra ciudad de residencia, porque, según sus textuales palabras, corríamos grave peligro de muerte si nos quedábamos allí.

Cecilia Castellanos, mi hermana menor (una guapa y pizpireta quinceañera) y yo, que previo a que mi padre nos anunciase aquella horrible noticia habíamos estado practicando en tarareos un vals venés de Johann Strauss II para la fiesta que ofrecería doña Carmela viuda de Palafox en quince días, no entendimos entonces la gravedad de lo que sucedía, o al menos no de la forma esclarecida con la que habríamos deseado tener una explicación, únicamente se nos había ordenado escapar del abrigo que nos prodigaba nuestra casa y partir hacia un destino que para entonces nos era incierto. Nadie sabe nunca a dónde va, hasta que llega de improviso a su destino.

—¿Ir a dónde, padre? —quise saber con la garganta reseca. Mi abanico se deslizó entre mis dedos y se precipitó en el suelo—. ¿Por qué marcharnos así tan de repente? ¿Qué peligro tan grande es ese que nos amenaza a mi hermana y a mí? ¡Estoy asustada, padre, explíqueme lo que ocurre!

—Mi amada hija —murmuró padre posicionando sus manos sobre mis hombros en un vano intento por confortarme—. Si Cecilita y tú se quedasen un día más en esta casa... la muerte podría alcanzarlas.

Tras oírle a padre cosa semejante me embargó un terror sin precedentes. No hube que pedirle más explicaciones para entender que si él juzgaba prudente sacarnos de la ciudad, era porque ya no tenía el poder para protegernos, y en verdad era necesario que nos marchásemos.

—Procederemos según tu voluntad —afirmé nerviosa a padre, cogiendo del brazo a mi asustada hermana.

Si a algo le temía, era a la muerte. Mi querido padre, el respetable y admirado don Sebastiano Castellanos, que era un hombre de edad, ecuánime, amoroso pero a su vez intransigente, nos dispuso de un par de horas para que resolviésemos nuestros pendientes, organizásemos nuestros menesteres de la diligencia, guardásemos nuestra ropa en dos baúles de roble y nos despidiésemos de los muros que conservarían para siempre nuestros recuerdos. Cecilia lloró un buen rato mientras tía Prudencia, que hacía las veces de institutriz, nos ayudaba a hacer nuestros baúles.

—Vamos, querida, enjuga tus lágrimas y asila tu ropa en el baúl —le urgí a Cecilia—. Adondequiera que vayamos, estaremos juntas siempre. No temas, prefiero largarme de aquí antes que morir.

Para entonces yo era una señorita que gozaba de toda la belleza que podría destinar el mundo a una sola mujer, aunque también cargaba sobre mis espaldas con las duras críticas de una rígida sociedad moralista que, por ya tener veintitrés años, me consideraba indigna por no estar casada todavía, teniéndome, además, destinada a la perpetua soltería y a vestir santos en mi vejez. Tal vez ninguna de las mujeres copetonas que tanto se regodeaban hablando mal a mis espaldas había advertido que sus maridos no habían perdido puntualidad a la hora de halagarme o mirarme los senos por arriba del corsé que constreñía mi esbelta figura cuando ellas, mujeres obstinadas, miraban hacia otro lado, sin pasar desapercibido a esos maridos jóvenes y apuestos que ya habían dejado sus mieles adheridas sobre mi cuerpo en sucesivas ocasiones.

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⏰ Última actualización: Nov 16, 2020 ⏰

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