Preludio a EL EJE DEL MUNDO.

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Los cielos infinitos del reino espiritual estaban manchados por la sangre de los cadáveres de miles de dioses. La luz multicolor de millones de diminutas estrellas palidecía cuando orbitaban los ojos de divinidades del sol o la luz, despedazadas y astilladas como cristal.

Yolixtli, primer sol del mundo, dios Aztla de la noche y hechicería, jaguar del norte y tentador de la humanidad, caminaba agotado sobre la colosal cabeza de Apaktli, la bestia con cuyo cuerpo él y su hermana Eketla habían formado el mundo.

Sentir su verdadera esencia, la voracidad que podría consumir todo lo que hubiera en el universo, era repugnante. Pero Yolixtli necesitaba estar ahí.

Tla-Elosa dormitaba sobre la piel escamosa de la bestia. El dios desollado del maíz moría lentamente, mientras la esencia de su divinidad se evaporaba. El equivalente a sangre fluía en torrente de su costado en constantes exhalaciones.

—Jaguar —preguntó Tla-Elosa con un hilo de voz—. Eres tú ¿No es así? —El desollado ya no poseía ojos para ver, ni extremidades para buscar a tientas a su hermano en la oscuridad eterna.

» Lo estás haciendo ¿Verdad Yolixtli? No puedo agradecerte que me veas como a un moribundo asustado.

—Yo... —balbuceó Yolixtli.

«¡Balbucear!», pensó, con la indignación hirviendo en su ser. Sabía cómo podía afectar la guerra a los mortales. La arrogancia de Yolixtli lo había cegado de verdad. Incluso un dios terminaba quebrándose tras mil años de eterna lucha contra él.

—¡No empieces con necedades! No pretendía ofenderte y lo sabes—dijo Yolixtli, acompañado de un rugido exasperado por lo cerca que había estado de disculparse—. Si aplaco tu miedo vivirás lo suficiente para que el ajolote te sane y así entenderás lo estúpido que es desear proteger tu orgullo.

«En el nombre de nuestros padres ¿Por qué tardan tanto en llegar?».

Maldiciendo para sus adentros, Yolixtli intentó avivar su ira por el retraso de sus hermanos, pero era imposible utilizar sus sombras del alma en él mismo, y por ende el hediondo brazo del miedo seguiría acariciando su alma. La muerte tenía fuerza suficiente para hacer temblar a un dios.

—Sabes que no llegará —replicó Tla-Elosa, sonriendo con amargura. Su voz era cada vez más como un eco, una idea vaga formada en el inconsciente—. Este es el adiós, hermano.

—¡Lo hará, maldición! —espetó Yolixtli intentando poder mentir con la misma habilidad de hacía un milenio. Pero las espadas de los ángeles del rey de reyes atravesando a sus padres y hermanos, y a la mismísima bestia primordial bajo sus pies, podían opacar su talento natural.

«Sólo tengo que mantenerlo vivo lo suficiente».

Pero no era necesario. En el corazón de Tla-Elosa no ardía ni la llama del miedo ni la llama de la tristeza.

Un radiante sol de odio abarcaba toda el alma del dios desollado del maíz.

—Toma el eje... Asesínalo —susurró Tla-Elosa antes de que terminara por disolverse en el reino espiritual como tinta escarlata en un mar prístino.

El viento arrastró los restos del dios muerto y Yolixtli suspiró.

«Llegas tarde, maldita serpiente».

El ambiente se saturó de libertad. Yolixtli conocía bien aquella sensación: ser potenciado y aligerado por la presencia de Eketla. El jaguar escrutó los cielos en su búsqueda.

La serpiente emplumada volaba con el ímpetu de un huracán, surcando el aire mientras su cuerpo ondulaba con el ritmo de las mareas embravecidas. Los preciosos tonos azulados de sus plumas, poseídos por los dinámicos cielos del mundo mortal, cambiaban a escarlata y dorado.

Eketla descendió hasta aterrizar con gracia frente a Yolixtli. Reverenció a su hermano con un suave y profundo siseo. El gesto de deferencia le reveló al jaguar que un tercer dios los acompañaba.

Kilaxotl, dios del agua y la fertilidad, abandonó el lomo de Eketla con un poderoso salto. El cuerpo ondulante del ajolote dibujaba un efímero y hermoso rastro relampagueante. Yolixtli apreció que él llevaba a alguien más.

Una punzada de ardiente indignación asesinó a la esperanza que nacía en el corazón de Yolixtli. Kilaxotl no había salvado a otro dios Aztla.

Una corta barba de candado blanquecina se fundía con una cabellera igual en pulcritud. Entre sus ojos somnolientos se veía una tímida y gélida luz celeste. Astrasil, dios del relámpago y rey de los dioses de Orantra, dormitaba exhausto.

Yolixtli no pudo reprimirse.

—¡¿Te atreviste a salvar a ese mujeriego?! —exigió saber Yolixtli, dando pesados y firmes pasos para acercarse al ajolote, quien intentó mirarlo a los ojos.

«¡No lo harás, traidor asqueroso!».

Las sombras cubrieron aquel valor y se retiraron de las llamas del miedo y la vergüenza. Necesitaba herir a Kilaxotl, así como él lo había apuñalado con aquella traición.

—¡Tla-Elosa acaba de morir, maldición! ¡Nuestros padres! —Lágrimas cayeron desde los ojos dorados del jaguar. Como si en realidad hubiesen sido torrentes de su esencia divina, Yolixtli sintió la fuerza de su cuerpo fugarse, cayendo de rodillas mientras temblaba ante la terrible revelación.

«Sólo... Sólo nosotros.»

—Itzitletl está vivo. Fue el único al que pude sanar —alcanzó a responder Kilaxotl cuando las sombras de su hermano perdieron su poder. Añadió con una voz quebrada, como truenos rompiendo el cielo—. Es el único de los nuestros al que encontré con vida...

«Si el colibrí está vivo quizás podríamos hacerlo».

«Toma el eje... Asesínalo» susurró el recuerdo en su mente.

—Yolixtli, hermano mío, levántate y acompáñanos —susurró Eketla con su dulce y etérea voz—. Tenemos que alcanzar a Itzitletl y organizarnos lo antes posible. Tenemos que asesinar al rey de reyes.

Yolixtli tembló de nuevo al sentir el alma de su hermana. Un odio capaz de abarcar la inmensidad de los cielos resplandecía desde las profundidades de su corazón y alcanzaban a calcinar y ennegrecer su mirada.

La serpiente siempre había sido el opuesto del jaguar. La sabiduría que le ponía un alto a la ambición en el corazón de los hombres.

Y ahora ambos. No. Ahora los tres dioses Aztla que quedaban compartían un alma del mismo color impuro.

—En cuanto a Astrasil, él ayudará a nuestros portadores cuando llegue el momento. Necesitamos cuantos aliados podamos encontrar, o los apóstoles del rey de reyes nos cazarán a todos —dijo Eketla antes de que Yolixtli alcanzara a preguntar. Con gracilidad, la serpiente se elevó hacia los cielos.

Yolixtli extendió sus sombras hacia su hermana y junto a Kilaxotl, fueron llevados por Eketla hacia lo más alto de los cielos del reino espiritual.

—No puedes dudar esta vez serpiente —susurró el jaguar con voz pétrea y amarga—. Si queremos tomar el eje, debemos beber toda la sangre necesaria. Y no nos limitarás.

—Me temo que eso dependerá del portador —respondió Eketla sin dirigir su mirada hacia su hermano. Cruzaba la barrera entre los reinos. La verdadera forma de los dioses se deformaba hasta ser una vaga presencia, el rumor de una intención divina—. Te necesitamos para seleccionar a los que nos den la ventaja sobre el rey de reyes.

Él consumirá a quien elija como portador. Tiene una ventaja importante, pensó Yolixtli. Pero él tampoco podría dudar y sólo le quedaba usar las sombras del alma para opacar los miedos de sus hermanos.

Asesínalo susurró una voz moribunda en su alma. Y gritaron cien dioses asesinados, cuyos cadáveres habían dejado atrás para siempre, todos suplicando que alguien pudiese vengarlos y a sus pueblos.

El eje del mundo: Los dioses que beben sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora