Quiero encontrar belleza. Quizás suene un tanto ambiguo, pero eso es lo que quiero a todas horas. Cuando me lo pregunto: ¿Qué es lo que más quieres en este mundo? Eso es lo que siempre me respondo: belleza. Parece simple, pero es en realidad un tema complejo. Puedo tardar días buscándola. Por ejemplo, no siempre te topas con el destello volátil de una luciérnaga a principios de diciembre, menos ahora (la última vez que lo vi fue hace seis años). O el cortito brincar de un conejo pardo hacia un montículo de hojas secas naranjas, cafés y mates (esto solo lo presencié una vez en mi corta vida y lo atesoro desde entonces). Solía frecuentar por eso a una galería de arte que quedaba en el centro, a probar mi suerte por encontrar una pintura del mar. Me imaginaba un lienzo de luz en la parte baja del cielo. El sol que somnoliento abandona recién su lecho. Si me acercara al cuadro, podría ver arriba cada linea que raya el azul índigo, una perpetua persecución de las nubes. Abajo, se amontonan las olas sobre sí mismas, se rompen y se desliza un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La superficie del mar se hace despacio transparente y se mantiene rizada hasta que las oscuras lineas quedan casi borradas. El arco de fuego arde en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar lanza llamas doradas.
El sol está despierto.
Una vez me pasó que cuando regresaba a casa de la galería de arte, empezó a llover. Una lluvia sumisa salpicaba mi piel como cálidos besos fugaces, hasta que comenzaron a caer cual añil hiemal. Fui a atrincherarme debajo del techo de un kiosko cerrado. Esperé allí más de una hora. Observaba en silencio a las personas correr de la lluvia, sorteando los charcos entre una liviana niebla. Cuando por fin me decidí a salir de mi escondite, pisé un charco y de repente una gran angustia colisionó con mi alma: comprendí la triste vacuidad de los charcos, su sutil belleza. Un instinto oculto allí mismo me exigió la búsqueda de la soledad, me exigió vivir aparte, como un ser diferente. Esta ineludible tendencia se manifestó bajo la forma de un misterioso y extraño malestar. En la infancia me sentía agobiada por una sensación de temor al pensar en que llegaría a adulta, y la conciencia de que iba creciendo estaba siempre acompañada de una extraña y penetrante inquietud.
Belleza y soledad; aquella trágica combinación.
En realidad, hasta ahora no sé qué significa belleza, pero cuando veo algo como ese tipo de cosas, lo siento dentro de mi pecho. Es una blanca levedad o un cándido escalofrío que recorre siglos y siglos. Pienso: «Sí, es esto, es esto lo que buscaste tanto tiempo, ahora puedes dormir tranquila».
Ahora bien, el problema radica en que pasando una belleza tras otra, cual páginas de un libro dorado, con el tiempo voy sintiendo un vacío que no puede llenar cualquier belleza, y dar certeza de ello me provoca una pena ínfima que no duda en atormentar mi cuerpo. Pensé que aquello sería pasajero. Pensé erróneamente. Aquello solo fue el destello de un presentimiento de una futura pena más dolorosa, de una exclusión aún más desoladora que ahora doy por sentada y que la explicaré más adelante.
Recuerdo el día en que robé un libro de pintura y dibujo de mi colegio. Me avergüenza contarlo. No estoy nada orgullosa de ello, de todas formas, fue un cierto impulso por encontrar la belleza en un lugar donde abundaba lo ordinario. Qué despectivo, ¿no? Aún así, me sentía muy limitada en aquel lugar, hablar del colegio y de su gente (quedaron así en mi memoria) me resulta cansador. Allí tenía que sacar mi mejor rostro, una reluciente máscara que estaba bronceada de oro rosado, de todas formas, ahora no importa tanto eso, ¿no? Lo que resulta más curioso, es que me hice «cercana» a la bibliotecaria (escribo «cercana» porque no sé bien si era una amistad, después de todo), iba allí los últimos meses de de mi último año a gastar mis minutos del receso. La biblioteca era diminuta y generalmente no había nadie más que nosotras dos. Tendría que haber pocos libros para ser una biblioteca común y corriente. La bibliotecaria me contó que los alumnos solían llevar los libros y nunca más devolverlos, por eso la razón de su escasez. Se quejó. Le di la razón. El último día de clases, fui de nuevo a visitarla para despedirme, encontré el libro por casualidad en un estante entre los libros de historia universal. Me aseguré de que ella estuviese leyendo su libro de Agatha Christie y lo metí en mi mochila. Al regresar a casa lo hojee detenidamente. El concepto de un cuaderno de bocetos... el color expresa emociones...
Ahora ya no recuerdo el nombre de la bibliotecaria. Pero sí sus lentes de botella y el cabello teñido de rubio ceniza. El tono cansado de su voz. Su leve siseo, como el de un niño que no sabe hablar bien todavía. Me parecía agradable. De hecho, estar con ella era placentero. Hablábamos de cosas monótonas, claro, (en aquella diminuta biblioteca de escasos libros no teníamos que ni siquiera susurrar), pero lo monótono a veces resulta deliberadamente llevadero. No te rompes la cabeza con ello, solo flotas en la cotidianeidad, lentamente y en silencio y mientras el viento sopla, y tú flotas y flotas. Hasta que un que otro alumno apurado venía a interrumpirnos a pedirle * ...
Un portazo.
He escrito un poema, no es nada de otro mundo, pero no se lo quise enseñar a nadie, lo escribí por eso en un recetario que encontré en casa y luego con una cerilla lo quemé, pero me lo memorice y cuando voy caminando y no hay nadie en las cuadras enteras, miro el fondo del sendero de camino a casa, con las copas de los árboles susurrando y, en la lejanía, se oye el ladrido de un perro. Un ladrido tan tenue y apagado que parece ser que el mundo se está vaciando y entonces, me lo repito.
En tus ojos maduros de otra sombra,
y en tu viejo andar por el viñedo, con todas las tardes terminando su cansancio, estaba allí, aquel anhelo tuyo por las alas imposibles.La lenta procesión del dolor entre el trigo, el murmullo del remanso;
ante la lejanía, nuestro hogar: el final.El paso suspendido de la añoranza,
oscila entre nuestros roces más poéticos,
que al encontrar la mirada perdida, se olvidará este sentido y su sutil belleza.Que no muera, que no muera.
Regresa al nido, regresa.Lo titulé "Aquel, que hiere de lejos" porque a Apolo se lo llamaba así en la antigua Ilíada: Apolo, el que hiere de lejos. Cuando lo repito en mi fuero interno, cada vez cobra más sentido. Siento la distancia y el dolor de las saetas, con sus puntas todas enterradas en la nieve y la bruma silva como pájaro en rama que se despereza al nítido alba. Las ramas blancas porque están raspadas, sangran y titilan con finas perlas de hielo. Aulla el retorno. Retornar al lugar perdido. Se siente el eterno letargo del espíritu herido andando en la tormenta de nieve. Aquel, que hiere de lejos y no sé su nombre, pero duele, duele.
Esta milenaria ambigüedad que anda a paso lento por estas tierras, este triste navío incierto, es lo que perturba a mi alma.
Bocetos, vidas...
Hago un boceto a oscuras, en lo alto de un castillo, encerrada hace ya un siglo entero en soledad.
Mi soledad, que es una sed que la ilusión ni la belleza satisface.
Así que envés de seguir escribiendo a oscuras en lo alto de este castillo, he decidido acurrucarme en una fría esquina, éste será mi lecho, esta fría esquina. Aquí dormiré un siglo entero más, aquí no imitaré a nadie, (ya no muchas personas a la vez, no). Dormiré y dormiré, hecha un ovillo con todas las bellezas del mundo concentradas en mi vientre, hasta el hastío inmenso.
Encontré estas palabras escritas en la tapa dura trasera de un libro: nieve, ocaso, vaho, sol, sueños, inquietud, dolor, tristeza, no tiene nombre, soledad, frágil, rumiar, mil ciervos alados. Y luego en un círculo; tren al sur, como la canción, (si la oyes puede que te guste). Me pregunto qué quise hacer con todo eso, y si fui capaz de lograrlo. No fui. Con aquellas palabras no puedo lograr nada, ni siquiera me permiten verter lágrimas. Se mantienen incomprensibles, sin cambiar de forma y van acumulándose discretas en el fondo como la nieve en una noche sin viento.
Luego miro por mi ventanita que está junto a mi cama, un trozo de cielo y una estrella diminuta, un asterisco que la conduce por un instante hacia una explicación... la noche me regala una nota a pie de página.
«Sí, es esto, es esto lo que buscaste tanto tiempo, ahora puedes dormir tranquila».
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ostracismos
NouvellesOstracismo: aislamiento o exclusión. Término que proviene de la antigua Grecia, la palabra griega ὀστρακισμός (ostrakismós) significa exactamente destierro por ostracismo, cuando se aparta a algún miembro por no ser del agrado o del interés de los d...