Tostado Tostado: novela policíaca (parte 1)

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El hallazgo

Marta se disponía a tocar el timbre de la casa de Playa, cuando notó que la reja contigua no tenía candado. La empujó para caminar los seis metros de pasillo que conducían a una puerta lateral, abierta también. Lo sucedido el día anterior la mantenía en desasosiego. Había pasado gran parte de la noche tratando de comunicarse por teléfono con su hija Inés, pero solo pudo escuchar las frías palabras del contestador automático una y otra vez, hasta que desistió. “Mañana no se me escapa”, le aseguró molesta a su esposo antes de irse a dormir.

–¡Coño, esta hija mía no escarmienta! ¿Cómo va a dejar la casa abierta? Menos mal que los niños durmieron conmigo –dijo al sobrepasar el umbral de la puerta del comedor.

En un auto frente a la casa, Sergio trataba de aplacar el ímpetu infantil de los nietos de su esposa que brincaban sobre el vinilo de los asientos.

Marta se mantuvo en vilo, con una extraña sensación provocada por el descuido de la puerta abierta en una la casa aparentemente vacía. “¡Qué extraño!”, pensó. Los sentidos se le azuzaron. Los latidos del corazón aumentaron a un nivel exorbitante a medida que avanzaba. Los ojos escudriñaron repetidas veces cada rincón. Los oídos llegaron a ser más que oreja y tímpano. Se transformaron en radares de alta tecnología capaces de percibir la más mínima señal de alarma. Sin embargo, fueron sus fosas nasales las que dieron la advertencia. Un sucio olor surgido del cuarto del fondo no se justificó ante ella. Se dirigió hacia el lugar. “Yo limpié esta casa ayer al anochecer… y me esmeré en este cuarto”, pensó al entrar. La tarde anterior había acompañado a su hija al hospital a atenderse las heridas sufridas por una agresión física. Se detuvo a un costado de la cama donde durmiera la visita. Allí el tufo se hizo inmundo, pero no percibió nada significativo.

–¡Qué peste! –murmuró, encaminándose a la habitación contigua.

Un crujido y una sensación pegajosa bajo sus zapatos la alertaron del vestigio de huellas ensangrentadas que dejaba a su paso. Un primer grito invadió el cuarto. Luego se sucedieron otros. Sergio mantuvo la ecuanimidad a pesar de los aterrantes chillidos que llegaron al auto. Dejó a los niños con una vecina y fue en auxilio de Marta.

Entró a la casa con el convencimiento de que intervendría en la peor de las trifulcas entre madre e hija. Unas huellas de sangre que venían desde la cama hacia su esposa lo detuvieron en seco al entrar al cuarto. La mujer titiritaba de espanto. Los glóbulos oculares amenazaban con caérsele al suelo. Él titubeó también antes de mirar debajo de la cama. Cuando logró hacerlo, la imagen se le hizo dantesca, cruel. Los músculos se paralizaron y el cerebro se negó a aceptar lo que veía. Una rata, venida del pasillo del fondo, se escabulló por debajo de la cama y mordió con parsimonia el interior de un cráneo expuesto. Al terminar de comer, abandonó el cuarto por el mismo lugar donde había entrado. Marta se mantuvo arrodillada e inmóvil muy cerca del esposo.

La noticia

Ernesto llegó al 360 con la noticia de la muerte de Inés. Erminia, la esposa, se hundió en una mixtura de sentimientos: estupor, culpa y terror. Lloró de desesperación. Sus hijas, Tuquiña y Martica, de 6 y 3 años, respectivamente, la abrazaron asustadas. Inútiles carantoñas infantiles fueron incapaces de aplacar el estremecimiento emocional de una madre sin consuelo. Ernesto se dedicó a circunvalarlas sin cesar. Disimulaba con desatino el nerviosismo y el deseo de imitar el lloriqueo. Después de que la noticia fue revelada en medio de la sala, la pareja intercambió pocas palabras. El silencio dentro del apartamento era casi total, pero el rumbo y el tiempo que llevaban ausentes Lino y María forzaron al esposo a preguntar:

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