¿Por qué tan cansada? Seguro hoy no comiste de nuevo. ¿Repitiendo viejos hábitos? Vamos, luego de todo lo que pasaste, ¿vas a dejar que las voces te venzan otra vez?
Dios, deja de llorar. ¿Aún no recuerdas los días oscuros? Yo los recuerdo en blanco y negro, fríos. Seguro hasta recuerdas el día cuando empezaste a hacer dieta. Esa dieta que te había hecho hacer tu nutricionista cuando tenías diez años porque eras casi obesa.
Empezaste a ir al gimnasio. Te matabas en él. Le rogaste a tu papá para que te comprara una balanza y él accedió aunque tu mamá no estuviera muy de acuerdo. Te pesaste. ¿Recuerdas ese día? Seguro que sí, ¿cómo olvidarlo? 60kg marcaba la balanza, 13 años. Decidiste que bajarías de peso. “Solo un par de kilos”, era tu plan. ¿Qué salió mal? Tal vez la obsesión o la ambición. Cualquiera de las dos, ninguna evitó el infierno.
Bajabas, al menos, medio kilo por semana. Creías que era poco, que necesitabas bajar más. Te estabas impacientando, esos kilos de menos los necesitabas ya. ¿Por qué no te conformaste con ese medio kilo a la semana? Por supuesto que no ibas a conformarte, claro que no. Necesitabas estar delgada ya (aunque ya lo estabas), necesitabas la atención. ¿Y qué pensabas que debías ser para llamar la atención de los demás? Ser delgada, hermosa. ¡Mira como te odias ahora!
Decidiste tomar medidas para adelgazar más rápido. Sacaste de tu plan alimenticio la merienda. ¿Para qué la necesitabas? Total, luego cenarías e irías a dormir. La verdad, ¿sirvió sacar la merienda? No. Pero comenzaste a hacer más actividad física. Comenzaste vóley y hip-hop. Para cuando empezaste vóley, ya habías sacado el desayuno y la cena. Te quedaste solo con el almuerzo.
Una sola comida al día más toda la actividad física. Y sobrevivías, eh. Habías dejado el gimnasio, ya que solo ibas cuando concurría tu amiga, que había dejado de ir. Ahora ibas a entrenar y a hip-hop, más la educación física en el colegio. Bajabas de peso sin parar. Ya habías llegado a los 50kg.
Seguro te acordas cuando pesabas 54kg y pensaste: bueno, en 52 me detengo. Recuerdo el momento en donde llegaste a ese peso y querías más. Estúpida ambiciosa. Obsesión. Arrogancia. Lo que fuera. ¿Recordas los días que te mirabas al espejo luego de subirte a la báscula y te veías igual de gorda, pero los números habían reducido? Porque yo sí. Veía la tristeza en tus ojos. También recuerdo perfectamente cuando luego de bañarte, te cambiabas de espaldas al espejo para no ver tu cuerpo, porque te daba vergüenza.
Uy, jajajá, por favor decime que recordas el día que vomitaste por primera vez. Porque yo lo recuerdo muy bien. Te metiste los dedos en la boca hasta llegar hasta el final de ella, provocándote arcadas. Lo hiciste… unas… ¿cuatro veces? No las conté, en realidad. Pero lo que sí sé, es que solo vomitaste una vez y ya te sentías fatal. Un chocolate vomitaste. Sentiste tanta culpa. Tanto terror a engordar que no pudiste controlarte. Patética.
También debes recordar la segunda vez que lo hiciste. Y la tercera. Y la cuarta. Hasta que fueron tantas que perdiste la cuenta, y te veías vomitando cada bocado que ingerías. Y, si es que ingerías.
Sé que guardas en tu memoria esos cinco días seguidos sin comer. Fueron divertidos, ¿eh? Engañando a tus padres, diciendo que no tenías hambre o que ya habías comido algo por ahí. Te salías con la tuya y eso te gustaba. Reías internamente. Te reías de ellos pero, ¿a quién le estabas haciendo mal? Seguro que a ellos no. Apuesto a que cada vez que vomitabas creías que los estabas castigando. Jajajá, eso pensé.
¡Cómo te encantaba dejar de comer por días! Amabas sentir el estómago vacío, sentir el mareo y el terrible dolor de cabeza. Sé que lo añoras ahora, sé que amabas sentirte vacía. Luego de cinco días de comer, fuiste a una matiné con una amiga. Fue divertido ir, ¿no? De acuerdo con vos, recordas esa noche como una de las mejores de tu vida. Bueno, hacía mucho calor esa noche. No habías comido por cinco días y un poco más. En ese boliche hasta las paredes transpiraban y había un mar de gente. A la hora de estar allí adentro ya te sentías mal, pero no te importaba. Supongo que estabas tan mal, que creías que esa sería tu última noche. Bailaste, gritaste, reíste. Casi te desmayas cuatro veces. Muchísimas veces tuviste que sentarte en el piso porque sentías que ibas a palmar la cara contra el suelo sudoroso. Las personas de tu alrededor te preguntaban si te encontrabas bien y vos con una sonrisa de oreja a oreja les respondías que sí, te parabas y seguías bailando. Sí, una de las mejores noches.
Bajaste de peso hasta llegar a los 49kg y subiste a los 51 y ahí te quedaste. ¿Por qué te quedaste? Tus papás te llevaron a una psicóloga y una nutricionista que se especializaban en trastornos alimenticios. ¿Trastornos alimenticios? ¿Vos? Jajajajá, supongo que nunca te esperaste aquello. Creías solo ser una chica con una obsesión por adelgazar.
Los profesionales te sacaron la actividad física y te obligaron a hacer cuatro comidas al día. Ahora visitas a una psicóloga de 32 años de edad una vez por semana. Y a una nutricionista cada quince días (que antes era, también, una vez por semana). ¿Qué te queda ahora? Ni siquiera podes vomitar. Tu psicóloga te manipuló para que le cuentes a tu mamá que vomitabas y hasta eso te sacaron. Que estúpida.
Te diagnosticaron anorexia purgativa: comes poco, vomitas mucho.
También tuviste varias sesiones con un psiquiatra, ¿eh? Jajajá, vos, en un loquero. Muchos pagarían por ver eso.
Se ve que estabas deprimida y querían darte anti-depresivos. Empastillarte. ¿Cómo llegaste hasta acá? Bueno, “estabas”. Digamos que seguís en ese estado de ánimo, pero tratas de verte bien frente a los profesionales para que te dejen en paz. Odias ir a ver a ese estúpido psiquiatra que cada vez que piensa y procesa lo que le dijiste segundos antes, parece que te está mirando las tetas. Odias ir a tu psicóloga que te hace millones de preguntas y no sabes qué responderle, porque no te conoces ni vos misma. Odias ir a la nutricionista donde cada vez que vas, siempre te dice absolutamente lo mismo. No queres seguir yendo, no. Necesitas, tratar, hacer una vida normal. Queres empezar vóley otra vez, hacer danza nuevamente. Ir al gimnasio, salir a correr. Preferís mostrarte bien, feliz, aunque estés muriendo por dentro. Llorando a escondidas.
Si no estuvieras tan mal, ¿por qué aún, luego de un mes sin ver a Javier (el psiquiatra) seguís con pensamientos suicidas? Si no estuvieras tan mal, ¿por qué estoy escribiendo esto?