El techo de mi habitación es llano. Mis padres dirían que es liso y carente de impurezas. Blanco.
Cualquiera que entrara a mis aposentos también podría decir, luego de echarle una mirada, que es el techo perfecto; pero yo, que lo conozco bien luego de años de fija observación, puedo enumerar sus defectos: no está bien pintado en ciertas partes, aún podía notarse el gris del concreto en el medio y en las esquinas; las divisiones entre techo y paredes no están bien definidas, el blanco (no tan inmaculado como los adultos asumen) invade el amarillo de las paredes y viceversa; tiene bultos en zonas al azar, causados por la humedad; y, por si fuera poco, telarañas tan finas y delicadas que resultan invisibles al ojo humano, lo decoran de extremo a extremo como las camas de antaño.
Si lo pensamos bien, todo lo anterior podría usarse como una gran metáfora de la sociedad actual: quizás acerca de que todo es realmente diferente a como luce por fuera, la apreciación de las cosas cambia una vez que las conocemos a fondo y (creo que Saint-Exupéry estará de acuerdo conmigo en esto último) los niños y los adultos poseen una percepción completamente distinta de las cosas más simples.
Las cosas simples son realmente un tema complicado. Siempre están allí, de manera diaria, imperceptibles. Déjenme presentarles un ejemplo.
En la escuela me dieron un trabajo: escribir un relato explicando lo que significa la soberbia para cada uno. Lo primero que pensé fue en cómo festejaría luego de terminar una tarea tan fácil. Por supuesto me equivoqué. No me resultó posible explicarlo de una manera en que mi definición fuera mínimamente interesante. Lo que yo pretendía era lograr que mi profesora riera con mi narración, que quisiera leerla en voz alta a mis compañeras, enorgulleciéndose de haber enseñado a tan ejemplar alumna a manifestar algo tan difícil de una manera tan correcta. Sin darme cuenta, estaba yo misma siendo soberbia con el simple hecho de pensar en ello.
Ahora que lo recuerdo no puedo hacer más que arrepentirme, pues mis humos de grandeza impidieron que mis habilidades, que podría o no tener, surgieran para ayudarme en mi informe.
Saqué un ocho. Para mis compañeros, que realmente no le encuentran valor a pelear por la nota máxima, hubiera sido un gran logro, pero para mí fue solo un insulto. Yo, que me había esforzado, obtuve un ocho por sobre un diez. Imaginaba a la profesora leyendo mi trabajo, bostezando en el quinto renglón, encogiéndose de hombros y, finalmente, escribiendo con pereza sobre la esquina derecha de la hoja la fatídica nota que me haría tanto pensar.
¿Qué hice mal? ¿Fue acaso el dar por sentado que sería un éxito? ¿La falta de compromiso con el deber? ¿El descuido con el que expliqué lo que significaba la soberbia para mí? ¿Qué era la soberbia para mí?
No voy a mentirles, realmente no fue algo que no me dejara dormir, pues, al llegar a casa, me olvidé.
Cuando tuve que rehacer mi mochila para el día siguiente, encontré el trabajo. Me desilusioné, me enojé con la profesora una vez más por no tener consideración por mis sentimientos. Luego concluí que ella no tenía por qué tener en consideración mis sentimientos, solo hacía su trabajo. Entonces yo decidí hacer el mío.
"¿Dónde está la soberbia?", así comenzaría el nuevo informe.
Con un cuaderno y una lapicera, caminaría por mi rutina diaria, anotando cada vez que presenciara un acto relacionado con la soberbia, cada pequeña cosa que pudiera etiquetarse bajo su nombre. Luego, presentaría el trabajo y tendría mi diez.
Así que fui a la escuela.
Mis compañeros, como siempre, gritaban, discutían, atemorizaban profesores, se divertían a su manera.
Fue cuando escuché una conversación.
—Él me gusta —decía la rubia. Su amiga, la castaña, miró al chico en cuestión con duda. Se mordía el labio ligeramente, como si quisiera decir algo pero no se atreviera.