Capítulo 0

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Desde aquella vez que la última palada de tierra cayó sobre la lúcida caja de madera, que resguardaba furioso el cádaver de una madre, entendió que la misma vida es gris y que las rosas marchitas se pueden cultivar para darse el gusto de contar su efímera existencia tras la muerte.

Hace un año desde aquel entonces, donde la trágica historia se quiere olvidar.
Quienes la recuerdan con más cariño y fuerza son los chiquillos, los mayores no solo tienen melancolia, sienten el fuego desatarse del coraje e impotencia en sus corazones, porque el ángel que les dio a luz, fue mutilado sin compasión.

Y aunque las penas se superen, la miseria puede tardar.

Cursando el mes de noviembre, con el frío amenazante y las calles llenas de charcos sucios, una jovencita se cubre torpemente con su palangana, y entierra sus botas por todo el pasto cubierto de lodo.

En la lejanía vislumbra dos siluetas saltarinas, en la entrada de una gran casa, sus ventanas protegidas por maderas horizontales y un humo hogareño engaña a su vista pensando que por dentro, todo arde en llamas.

Imelda aceleró el paso, salpicando toda su falda, finalmente escuchando las agudas voces de sus hermanitos.

- ¡Entra ya! O te enfermarás- dijo el niño de mejillas infladas.- Ya hemos puesto la mesa, te ayudaremos a cocinar.

Por su parte, la otra infante como un gatito travieso tomó de la palangana vacía, soltando un grito de sorpresa.

-Hermanita, ¿no conseguiste comida hoy?- sus ojitos opacos se volvieron llorosos.

Los invitó a pasar antes de dar explicaciones en la entrada, porque sabía bien, que decir cosas privadas al aire libre, es una tontería y media.
Adentro, el olor a madera recién cortada con la mezcla de la lavanda le hicieron cosquillas estremecedoras; casi como un lince fue directo a la cocina donde alzó su falda, sus hermanos miraban atentos como, debajo de la enagua cada  pierna estaba rodeada de un bulto café con tiras, se veía por las marcas rojas en su piel blanca que llevó mucho tiempo atado aquella cosa, lo desprendió con ayuda de un cuchillo, y mientras deshacía nudos pequeños el olor nauseabundo se dispersó.

Pequeños brazos y piernas humanas venían envueltas en la tela café.

Los niños hambrientos se desbordaron de entusiasmo expresado en alabanzas sin gracia, con cara risueña la mayor tomó las extremidades para ponerlas sobre su vieja mesa.

- Tardaré en prepararlos, recuerden que hoy es el cumpleaños de nuestro padre y hay que ofrecerle algo exquisito.

- Pero tenemos hambre, ¿no puedes calentar un poquito y darnos?

- No, saben las reglas.- teniendo atrás a dos almas hambrientas se vio en la obligación de ser más rígida y correrlos de la cocina.

Con algo de prisa, colocó una olla con agua a hervir, lavó los brazos y con sumo cuidado fue haciendo filetes delgados de la piel.
Como si de tela se tratara, la fue jalando bruscamente para que se desprendiera. Estaba claro que este procedimiento era desastroso y dejaba hecho un caos el lavabo y el piso.

-Hey, papá no tarda en venir...- arrastró una silla hasta la alacena donde comenzó a bajar latas de conserva.- Termina de cocinar y ve a darte un baño, comienza a apestar. -mirando descuidado el desorden, notó los tamaños de los brazos junto a las manos y pies puestos en la olla, una combinación repugnante que se llevaría a la boca en la cena.- ¿Nadie ha visto?

- No...

- ¿Ahora cómo piensas cocinarlo?  ¿Te ayudo en algo?

Lo empujó con el codo suavemente.

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⏰ Última actualización: Dec 06, 2020 ⏰

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La funesta vesaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora