Segundo Acto

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La noche siguiente, su visita nocturna se repitió. Me miraba, me besaba en la frente y me cantaba, como si fuera una especie de ritual.

Dentro de la jaula que era mi cuerpo, ese momento era el mejor del día. Aunque no pudiese tocarle ni hablarle. Aunque me muriese por hacerlo.

No me desconectaron. Y yo ya no quería que lo hicieran. Escuché que decían algo de que habían notado una mejoría en los pulmones y que valía la pena esperar unos días más. Di las gracias, aunque nadie pudiera oírme.

La verdad es que mis músculos también estaban empezando a responder, la sensación de pesadez se había ido disipando y sentía que lo único que me impedía moverme era la falta de costumbre. Pero cuando Ezequiel volvió a realizar su ritual, tras el beso y mientras me cantaba, alcé la mano y le rocé las caderas, que por su posición era la parte que quedaba a mi alcance. Al percatarse se sorprendió, anudó sus dedos con los míos y, emocionado, depositó varios besos en ellos. Intenté decir algo, pero el tubo me lo impidió.

Cuando los sanitarios comenzaron a llegar, se marchó.

Pocas horas después me habían desenchufado, no porque quisieran matarme, sino porque ya era capaz de vivir por mí mismo.

Mis padres lloraron de emoción y me abrazaron. Yo aún estaba débil y permanecía tumbado. Cuando se despistaban, clavaba mi mirada en el reloj de la pared y contaba las horas para verlo otra vez. ¿Qué diría al verme así?

Fue puntual, como siempre, a las once en punto de la noche abrió la puerta de la habitación y se sentó a mi lado.

—Hola —le dije.

Y lloró de emoción, me besó de nuevo en la frente y me dio las gracias.

—Entonces, ¿te vas a curar? —El verde de sus ojos resplandecía y me intimidaba. Si os lo paráis a pensar, no nos conocíamos, sin embargo, yo ya sentía a Ezequiel como una parte de mí.

—Te prometí una cita —mi voz sonaba desafinada—. No me gusta faltar a mis promesas.

Aquel día, yo aún no podía moverme mucho, pero al siguiente pude un poco más, y tres días después ya estaba rogando porque me diesen el alta.

Me moría de ganas de que fuesen las once y contarle lo bien que me sentía.

Esa noche me trajo una flor. Era bonita, roja y con espinas. Olía bien aunque él olía mejor. Nunca le pregunté por su perfume y ahora eso es algo de lo que me arrepiento.

Aún puedo ver su sonrisa, sus ojos verdes y el gesto distraído.

La cogí y lo besé. Lo hice sin pensar, de la forma más natural posible, y es que en mí solo habita lo ordinario. Pero él hizo que fuese mágico. Me sujetó de la cintura, acarició mis labios con los suyos y antes de darme cuenta nuestras lenguas estaban enredadas, reconociendo nuestros sabores, en su caso, con cierto toque a frutas del bosque. Nuestras manos habían cobrado vida propia y grababan nuestro tacto en las yemas. Fuimos él y yo solos. Nadie entró en la habitación cuando nuestras ropas cayeron al suelo y nos hicimos el amor el uno al otro.

—Quédate —le pedí al final. Y él se tumbó a mi lado y, juntos, dormimos en un cálido abrazo.

Cuando los rayos del sol se filtraron por la ventana y se posaron en mis párpados, desperté. Ezequiel se había ido. Me sentí extraño y abandonado. Y me maldije en silencio.

«—Si sigues así de bien, pasado mañana te damos el alta», eso había dicho el médico. Pero yo me sentía algo decaído.

Por fortuna, aquella noche volvió. Lo hizo y yo me lancé a sus brazos. Fuimos un poco más salvajes y para que no nos oyeran nos escondimos en el lavabo. Después volvimos a acurrucarnos juntos y hablamos de muchas cosas; de nuestros pasados, de nuestros proyectos y de nuestros sueños.

—Me hubiese gustado ir a París. —Mientras hablaba me miraba a los labios. Lo besé y él apartó un mechón que caía por mi frente.

—¡Vayamos juntos! —propuse. Me hacía ilusión.

Volvió a besarme y me abrazó.

—Sí, vayamos juntos. —La voz se le quebraba, pero quise pensar que era por el cansancio. Sin embargo, cuando entré en ese trance que baila entre la realidad y los sueños, me pareció oírlo llorar.

Cuando desperté, se había ido. Supuse que a trabajar.

El día se me hizo eterno. Muchas visitas, muchos papeleos y revisiones. Pronto me darían el alta y podría volver a la normalidad, esta vez, de la mano de Ezequiel. ¡Me moría de ganas de contárselo!

Las horas eran eternas y, cuanto más se acercaba nuestro momento, más se alargaban las condenadas. Siempre había escuchado eso de que «el tiempo es relativo», pero ahora lo tenía más claro que nunca. ¿Cuántos años caben en un segundo cuando estás impaciente porque llegue la hora?

Y sin embargo, cuando esta llegó, él no lo hizo.

EfímeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora