Tercer acto

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Estaba nervioso. Y apenado, también. ¿Por qué no había venido? Lo esperé durante horas, pero ni rastro. Y yo... Yo tenía un nudo en el estómago. Quizá me había acostumbrado a él. O quizá, una parte de mí sabía lo que estaba por venir.

El amanecer me sorprendió con lágrimas en los ojos. Ezequiel había venido cada noche, nunca me había fallado. ¿Y si le había pasado algo? No. No quería pensar en eso.

Agité la cabeza para sacudirme ese pensamiento y elegí autoconvencerme de que, en realidad, se había cansado de mí. Sí, debía ser eso. Igual, conocerme y estar conmigo le había hecho perder el interés. No sería extraño, al fin y al cabo, yo no era mucho, y tras el paso por el hospital, aún era menos. Dolía pensar algo así, pero más me dolía pensar en otras posibilidades.

Ese mismo día me dieron el alta.

Mis padres estaban felices, habían recuperado a su hijo. Yo, en cambio, estaba invadido por un sentimiento de pérdida que me atormentaba. No habíamos intercambiado nuestros teléfonos, no sabía dónde vivía; no tenía forma de decirle que me había ido ni de buscarle.

Cuando salí de la habitación, sentí que dejaba en ella el cadáver de la historia que debió ser y no fue.

Mi madre me sujetaba del brazo como a un inválido. Quise convencerla de que podía andar solo, pero fue inútil. Tal vez solo buscaba mi contacto.

En el pasillo, nos cruzamos con una mujer que lloraba desconsolada ante una de las puertas. Esquivamos mirarla a la cara, porque así somos los humanos, siempre tratando de huir de las cosas que nos resultan incómodas. Y el dolor ajeno siempre es incómodo.

Una chica joven vino corriendo hacia nosotros. Parecía que fuésemos a chocar, pero nos rebasó y, al girarnos, la vimos aterrizar en los brazos de aquella mujer. Se abrazaron. Era un abrazo de esos que necesitas cuando el mundo se derrumba y sientes que te vas a romper.

—¿Qué ha pasado, mamá? —la escuché preguntar entre lágrimas.

—La operación ha salido mal. Ezequiel está muy grave...

Siguieron llorando. Era un llanto del que ahoga, del que duele y escuece. Lo sé muy bien porque, tan pronto como escuché su nombre, yo mismo experimenté esa sensación.

Me zafé del agarre de mi madre, que quedó desconcertada, y me dirigí hacia el cuarto.

—¡Eh! ¡No puedes entrar! —me espetó la chica. Pero era tarde. Ya estaba dentro.

Él estaba ahí, tumbado, con aquella bata de hospital que nunca le vi.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunté mirándolo solo a él.

—Poco más de una semana. —Coincidía con su primera visita—. ¿Lo conoces?

Quise contestar, pero el llanto que retenía mi garganta ahogó cualquier resquicio de respuesta, así que únicamente agité la cabeza de arriba abajo y me abracé a él. Estaba dormido e inconsciente, y tenía la piel fría.

—¿Qué le pasa? —sollocé ocultando mi rostro en su pecho. Me sentía roto, enfermo, con todo el peso del mundo oprimiéndome desde a dentro.

—Se muere —contestó. Se llevó la mano al pecho y suspiró de dolor.

Mi madre me miraba desde el umbral. Nadie dijo nada. Supongo que la respuesta a cualquier duda que pudieran tener flotaba en el ambiente.

Now the day bleeds into nightfall and are not here —gimoteé. Esa era nuestra canción, la que me había cantado cada noche, pero ahora su mente no estaba y yo me había quedado solo en la estocada—. Tenemos que ir a París...

Abrió los ojos, solo un segundo.

—Quería conocerte, abrazarte, sostenerte... —intentó decir. En realidad solo eran sílabas sueltas, pero yo supe entenderlas. Lo besé. Él no respondió. Mis labios estaban huérfanos y sus ojos se habían vuelto a cerrar. Y la máquina pitó.

Estaba en coma.

Volví cada día. Allí, a la fría habitación de ese maldito hospital. Pero por más que le besé la frente, por más que le canté y le dije que lo quería una y mil veces, sus ojos nunca se volvieron a abrir.

Su vida se apagó.

Dolió.

Dolía la desazón y dolía la herida de un amor roto. Bello y fugaz, pero roto.

Ahora estoy aquí, solo, esforzándome en vivir una vida que no quiero si no es con él. Pero debo hacerlo.

He viajado a París, y quiero creer que una parte de Ezequiel ha venido conmigo, porque él era especial. Mi ángel. Tiene que estar aquí, ¿verdad?

Él lo hizo todo por conocerme, incluso cuando todo estaba perdido. Él me amó, me sostuvo y siento que incluso me curó.

Me acodo en el puente, sobre el Sena, y lo imagino a mi lado contemplando como el atardecer lo cubre todo de tonos arreboles que se reflejan en el agua. A mi lado, unos enamorados se abrazan, y yo me encojo y me abrazo a mí mismo imaginando que mis brazos en realidad son los suyos.

Suspiro y recuerdo que hay noches que sangran. Hoy es una de ellas.

La realidad es que estoy solo, en la estocada. Sin embargo, aún sigo buscando su mirada, sus ojos verdes, sigo esperando a que vuelva de la nada y me saque del pozo en el que me hundo. Pero esta vez, él no vendrá.

Me digo de nuevo que debo vivir. Lo lograré.

Tuvimos una historia breve, pero pura y real, una historia que me devolvió la vida, que me hizo soñar y viajar.

Porque un día conocí a un ángel. Un ángel que no pude retener en mi vida, pero con el que viví una historia de amor. Él se llamaba Ezequiel y era perfecto, mágico, pero efímero.

EfímeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora