Un ciervo para Santa

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Si había algo que a sus tiernos cinco años Shikadai recordaba perfectamente, era la primera vez que vio a Santa Claus y la primera vez que vio a un ciervo.

La primavera del año pasado, mientras acompañaba a su madre en un paseo por el bosque, un leve berrido procedente de unos arbustos llamó su atención. Sin dudar, tomó la ropa de su madre y con un ligero tirón logró que lo mirara para indicarle el lugar de donde provenía el sonido, y juntos se encaminaron hacia allí. Pronto mamá asomó la cabeza entre los arbustos para descubrir que la causante era una de las ciervas, que se encontraba dando a luz.

Al momento su madre le había explicado lo que sucedía y por qué no debían interrumpirla, lo tomó de la mano y siguieron su camino. Sin embargo, esto no calmó al pequeño Shikadai, quien aún volteaba a ver con preocupación el lugar donde se encontraba la cierva. Solo pasos más adelante Temari soltaría su mano, dándole la oportunidad de regresar hasta el lugar donde aún se escuchaban los berridos de aquella cierva. Sin dudarlo se metió entre los arbustos, fue ahí donde la vio, era igual que los dibujos que adornaban las puertas y algunas paredes de su casa, solo que, junto a ella, descansaba algo más. Una diminuta figura, parecida al peluche que la abuela le regalaría en navidad permanecía casi inmóvil mientras la cierva le daba pequeños golpes con su hocico.

No dudó e inmediatamente se acercó a ellos. Notando que el pequeño ciervo tenía una extraña baba en el hocico, comenzó a retirarla con sus manos. Una vez que terminó de sacarla, el cervatillo que había mantenido los ojos cerrados hasta el momento clavó su mirada en él, como dándole las gracias, mientras junto a su rostro se encontró con el de la cierva. Y, de esa manera, lo habría encontrado su madre solo un momento después.

Más tarde, en la navidad de ese mismo año, papá y mamá lo llevaron al centro de la aldea. La nieve cubría las calles y las luces hacían resaltar aún más los adornos que se encontraban no solo en el camino sino en cada una de las casas.

Fue ahí donde notó por primera vez al regordete hombre de traje rojo, a quien si no fuera por la larga y blanca barba podría haber confundido con el tío Chouji. Junto a esa figura destacaba la representación de nueve raros ciervos, su madre le explicó más tarde que no eran ciervos sino renos, que vendrían a ser primos de los ciervos que se crían en el bosque junto a su casa. Luego papá lo colocó en las piernas del anciano, a quien su padre nombró Santa Claus, y la persona que llevaba regalos a su casa cada navidad.

El hombre del traje rojo, además de preguntarle qué era lo que deseaba para navidad, percibió su mirada curiosa clavada en los nueve renos que se encontraban a su alrededor, por lo que pronto se los presentó, sus nombres eran Trueno, Relámpago, Bromista, Cupido, Cometa, Alegre, Bailarín, Saltarín y Rodolfo.

En el camino de vuelta a casa, sus padres lo notaron callado y meditabundo. Su mirada ya no estaba posada en las luces y los adornos de las calles, sino en sus pasos marcados en la nieve— ¿Shikadai? —llamó Temari al niño, quien volteó a mirarla con la mirada confusa— Puedes decirnos lo que quieras —le anunció al niño, quien asintió con la cabeza, pero no pronunció palabra alguna hasta llegar a casa.

—¿Por qué los ciervos no tienen nombre? —preguntó al fin el pequeño durante la cena, mirando a sus desconcertados padres

—Bueno, creo que nunca lo había pensado —contestó Shikamaru, mirando con ternura al niño— además, hay demasiados ciervos en el bosque como para poder recordar los nombres de todos— procedió a explicarle con simpleza viendo como el pequeño nuevamente asentía con la mirada gacha.

—Pero puedes ponerle nombre al pequeño que viene a visitarte constantemente —intervino la rubia desde su lugar mientras continuaba cenando —Claro, solo si eso es lo que quieres — añadió cuando vio la incertidumbre en esas pupilas tan parecidas a las suyas.

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