Una noche inolvidable

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Daniel aceleró el paso, de dos en dos subió los escalones que conducían a las aulas de Bachillerato, por nada del mundo quería llegar tarde y no encontrarse con ella, que tenía clase en la 215, justo al lado de la 214, el aula a la que iba él. Nada más comenzar el curso se había percatado de su existencia, a las pocas semanas de coincidir a la salida y entrada de sus respectivas clases se sintió atraído por ella y empezó a hacerse el encontradizo siempre que podía, lo cual le hacía sentirse de la manera más absurda, estaba seguro que sus alumnos se comportaban de manera más madura que él en temas del amor.

El último mes había estudiado sus movimientos y costumbres desde primera hora de la mañana hasta la hora de verla marchar. ¿Qué sabía de ella? Su nombre, Natalia. ¿Qué más? Profesora de Literatura, aquel curso se había incorporado al centro, según tenía entendido aquella ya era su plaza definitiva. ¿Qué más conocía de ella? Nunca aparcaba en el parking de profesores, así que o no tenía coche o lo dejaba fuera. No estaba seguro de ello. Una vez fuera de los límites del instituto ya no volvía a saber nada de ella hasta el día siguiente.

También sabía que le gustaba el café. Sí, lo tomaba bien cargado y con dos cucharadas rasas de azúcar, en realidad, ella decía que eran dos, para él el contenido no llegaba al de una y, en principio, los pesos y las medidas eran más cosas de él que de ella. En más de una ocasión habían coincidido en la sala de profesores pudiendo disfrutar de un café junto a ella.

«Sabes que eso no llega a una mísera cucharita de azúcar, ¿verdad? ¿Es algún método para engañar a tu cerebro para que crea tomar más azúcar que el real? Por cierto, soy Daniel». Así se había presentado, el día que se armó de valor ante la cafetera. Ella le regaló la mejor de sus sonrisas y negó el supuesto intento de engaño a su cerebro. «En realidad, es pura manía, siempre me sirvo dos cucharadas en el café. Rasas si es un café corto y, un poco menos escasas en el café con leche de la mañana». Con un guiño cómplice y la mejor de sus sonrisas la vio alejarse junto al jefe de estudios, mientras él se quedaba con la duda de si en sus palabras había algún tipo de insinuación.

Un par de semanas había pasado desde entonces. La charla sobre el azúcar mañanero era la conversación «más íntima» que habían mantenido, pero dio pie a saludarse, a conversaciones triviales sobre el instituto y al intercambio de información sobre algún alumno en común.

Los martes y viernes eran sus días favoritos. Aquellos eran los dos días que se cruzaba con ella en un par de clases, ella entraba y él salía o viceversa. Ella salía de sus clases de Literatura y él entraba en el aula para dar Matemáticas. «Hoy es mi día. Hoy la invito a salir sí o sí» pensó de camino a clase. Tan concentrado iba en sus elucubraciones que no se dio cuenta que Natalia venía de frente.

Natalia iba despistada, buscaba en su enorme bolso el móvil que no paraba de sonar.

-Aquí estás. ¿Intentabas huir de mí? -dijo nada más sacar su teléfono sin darse cuenta que iba a darse de bruces contra Daniel.

-Perdona -Un sorprendido Daniel agarró a Natalia para que no terminara por los suelos mientras eran sus propios libros y hojas de examen los que caían.

―Perdona tú, Daniel, iba despistada buscando el móvil y no te vi venir -contestó Natalia ayudándolo a recoger los exámenes desperdigados por el suelo.

-Nada, no pasa nada. Los dos íbamos pensando en nuestras cosas. -dijo Daniel mientras pensaba que sus cosas era, precisamente, ella.

Daniel percibió el aroma del perfume de Natalia. Olía realmente bien. Estaba completamente abducido por aquella mujer, en más de una ocasión había escuchado conversaciones de sus alumnos sobre la nueva profesora comprobando que había causado el mismo efecto en ellos.

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