Mi relación con mi padre no fue buena, nunca dejo de recriminarme que mi mama lo dejo, y se fue conmigo a vivir lejos, me culpa de que yo jamás haya insistido en que mi vieja volviera con el. El, mi padre, jamás se le cruzó por la cabeza que su esposa quizás lo había abandonado por qué el la cagó a palos en un ataque de nervios, por qué el mate estaba tibio. Y como el juez había dictaminado que yo siendo un piojoso de seis años tenía que pasar los sábados con mi vieja y los domingos con mi viejo, la ecuación era simple. Los sábados era el día más embolante de la semana ya que la tradición cristiana adventista dice que el sábado no se puede hacer nada, ver televisión, jugar, divertirse, reírse, todo está prohibido y es pecado. Solo está permitido comer y dormir la siesta por qué como indica el libro de éxodo capítulo veinte es el "día de reposo". Y el domingo era el día en el que mi padre se comportaba como tal, cumplía con su rol de almorzar conmigo mirando el noticiero y tomando algún antiácido para aliviar la resaca producto de que todos los sábados por la noche se iba a algún boliche de veteranos y donde conocería años más tarde a la que luego sería la madre de su segundo hijo, mi hermano con el que llevamos una diferencia de 12 años. Es claro que en resumen los años de mi infancia fueron aburridos, pero si hubo un lugar donde nos sentimos más amigos e iguales fue esa casa ocupada por el puntero político del barrio, llamado "club villasastre", era un tugurio mugriento, de borrachos apilados por doquier, ex convictos, vendedores ambulantes, viciosos de los burros (carreras de caballos), y putas que antes eran hombres. Todos ellos formaban el retrato perfecto de todas las miserias humanas, no puedo explicarlo pero en ese rincón marginal me sentía querido, en familia y conectado con los sentimientos de amistad y fraternidad. Al fin de cuentas yo era otro paria de la sociedad. Lo que pretendo contar son anécdotas viv
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