La muerte, para muchos, es algo que esperan cuando han vivido una larga y tranquila vida, llena de problemas comunes y vidas ordinarias.
Para mí, nunca fue así. Estuve destinada a morir desde el día de mi nacimiento.
¿Por qué?
No por una enfermedad grave o algo así. Ojalá y fuera eso, debo admitir que hasta lo hubiera preferido. Mi realidad es mucho más sombría: nací en una de las familias más peligrosas del país y, para mi fortuna, nótese mi sarcasmo, soy hija única y la heredera del negocio familiar.
Mi infancia estuvo marcada por el ruido sordo de disparos lejanos, pérdidas, secretos, guerras sin sentido y la muerte respirándome en la nuca.
La relativa tranquilidad de mi vida se desmoronó cuando tuve que encargarme de todo tras la muerte de mi padre. Su ausencia no solo dejó un vacío en mi ya agrietada alma, sino también en el negocio, una empresa construida sobre secretos y sangre, mi herencia maldita.
Pero el verdadero golpe llegó al descubrir en mi ya jodida realidad que debía compartir el mando con el bastardo que consideraba el amor de mi vida, el maldito que me engañó a días de casarnos. La noticia me golpeó como un puñal, como una bala a quemarropa, transformando el dolor en una furia helada que me quemaba por dentro, que me hacía querer volverme más maldita de lo que ya era y con cualquiera que se interpusiera en mi camino.
Desde ese momento, todo cayó en picada. Cada decisión se convirtió en una batalla, cada posible alianza en una trampa potencial y la paranoia se convirtió en mi constante compañera. Sentía que mi final estaba cerca, que por fin mi último día llegaría y cada paso me acercaba más a esa inevitable conclusión.
En medio del dolor, la desesperación, y la ira sigo esperando. Esperando que la muerte, que me ha rondado toda la vida como un espectro, finalmente me alcance y ponga fin a esta existencia atormentada. Quizá, después de tanto, mi destino se cumpla y la profecía se realice.All Rights Reserved