En medio de la oscuridad de la noche, Eris Hanson se encontró cautivada por un fenómeno tan deslumbrante como fugaz o como le gustaba llamarla: su propia galaxia. Con cada destello de su presencia, Eris sentía cómo su universo personal se transformaba en constelaciones poéticas, plasmando en versos cada mirada, cada sonrisa, cada instante compartido. Como una estrella fugaz que cruza el cielo en un destello de belleza efímera, su amor por él brillaba con intensidad, iluminando su mundo con promesas y susurros de eternidad. Sin embargo, como los astros destinados a colisionar en un cataclismo inevitable, el destino de Eris y su gran amor estaba escrito en las estrellas con tintas de tragedia. A medida que los días se desvanecían en el horizonte y las sombras del adiós se alargaban, Eris comprendió que aquel amor ardiente y celestial estaba condenado a desvanecerse en la fría inmensidad del universo. Sus poemas se convirtieron en elegías melancólicas, recordatorios dolorosos de un amor que brilló intensamente antes de consumirse en la negrura del vacío. Así, Eris Hanson guardó en lo más profundo de su ser la memoria de aquel amor como un fenómeno astronómico: hermoso, imponente y trágicamente efímero. Y mientras las estrellas seguían brillando en el firmamento, ella aprendió que incluso la belleza más radiante puede desaparecer tras el destello final de una estrella moribunda.
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