Soy un lector compulsivo (o, como diría mi madre, "un adicto sin remedio"). Desde los siete años, todo lo que caía en mis manos -desde etiquetas de shampoo hasta el periódico de anteayer- era devorado con un entusiasmo rayano en lo patológico. Tanto, que un día mi madre tuvo que "arrancarme de las orejas" del baño porque, según ella, llevaba "varias horas" sentado en la taza. Mentira vil: solo habían sido tres. ¿Y qué hacía yo en semejante trono? Pues leer, obviamente. Ni dominaba bien las letras, pero ahí estaba, como un mini erudito en pañales, descifrando revistas viejas con la solemnidad de un académico en Harvard.

Ahora, en un giro irónico del destino, decidí escribir (idea de mi madre, que claramente subestima lo mucho que disfruta de su paz mental). Aunque, siendo sinceros, eso de "ahora" es un decir... en realidad fue hace siglos, pero entre la procrastinación y el terror escénico al rechazo, terminé debutando como escritor en plena era de los memes y la capacidad de atención de un pez dorado.

Así que, amable lector (o lectora, que aquí no discriminamos), si mis historias no te hacen llorar de aburrimiento -o de risa, me conformo-, ¿por qué no las recomiendas a tus amigos, familiares, enemigos o, en su defecto, a esa tía que solo comparte cadenas y recetas dudosas en Facebook? Y si te sientes excesivamente generoso, un comentario -sea mesurado, sarcástico o directamente insultante- funcionará como un abrazo virtual (pero sin el olor a café recalentado y pijama de tres días).

Ah, y un like no mata a nadie... salvo a mi ego, si no lo recibo.
¡Mil gracias y buena lectura!