Creo fervientemente que quienes leemos, quienes escribimos, tenemos el incalculable don de crear un mundo nuevo. De ver la guerra,  el hambre,  el frío y la soledad y decir:"No! Este no es el mundo en el que quiero vivir." y crear algo totalmente nuevo. Para nosotros y para los demás. O de sumergirnos en esa realidad que otro creó y que muy amablemente nos compartió. O de sentir a un amor platónico, ese amor tan maravillosamente idealizado, adolescente e ilógico; tan lejos e inalcanzable que le creamos otra historia. Lo ponemos en un universo paralelo (tan sencillo y perfecto como una burbuja) y nos ponemos a nosotras (tan sencillas y perfectas como una burbuja) a vivir una historia de amor tan dificil y desgarradora como la vida misma. Y lloramos y sonreimos y nos enojamos por algo que en verdad no es mas que un montón de letras ordenadas de determinada manera. Porque eso son las palabras: conceptos encerrados en el dibujo de una letra. Así como cada cosa en el mundo está formada por insignificantes moléculas ordenadas de determinada manera; las historias, en su división mas mínima, son las letras de las palabras que la componen. Los pixeles de la pantalla, las gotas de tinta, los milímetros de grafito que se convierten en algo tan maravilloso, poderoso e imparable como lo es una idea, un concepto... Una palabra.
Y nosotros, vaya uno a saber por qué, tenemos el don de la palabra. El don de no sólo transmitir; el don de transformar algo tan grande como la realidad que rodea al lector en lo que queramos. Así nacen las buenas  historias: de alguien que se da cuenta de que tiene el poder de escribir, el don de transformar.