Nunca supe exactamente cuándo empezó todo, pero el final siempre lo tuve claro. Me desperté con la luz filtrándose por las cortinas rotas y el olor a cigarro pegado en la piel. Afuera, la ciudad seguía su curso, indiferente. Nada en esa mañana parecía distinto a cualquier otra, excepto por el mensaje en mi teléfono: "Sabemos lo que hiciste."

Lo borré sin pensarlo dos veces. Pero en el fondo, supe que ya era tarde. Aquí era ilegal ser creativo; era pena de muerte. Pero todos los días, a las 12 de la noche, sacaba una pequeña laptop que escondía bajo unas baldosas y escribía. Para muchos, apasionados del otro mundo, arriesgaba mi vida constantemente, pero ellos ya me habían descubierto. 
Así que decidí actuar. Tomé todos mis escritos, todos los cuentos, las reflexiones y los poemas que había tejido en esas noches silenciosas, y empecé a publicarlos programadamente.