La maestra del primer grado de primaria nos pidió escribir un cuento, necesitaba evaluar nuestro aprendizaje. Escribí una historia sobre un conejo azul que vivía en una ciudad rosa donde nadie era capaz de tolerar la existencia de alguien diferente. Aprobar el examen pasó a segundo plano cuando descubrí que la imaginación me daba el maravilloso poder de ver otro ángulo de la vida, de restaurar el orden de mi realidad y de no sentirme una pieza extra en el mundo.  
Pero era muy pequeña para entender que la imaginación, los sueños y la invención de historias formarían parte de mi vida desde entonces; es hasta los 14 años que descubro en la escritura la manera más profunda de expresar mis sentimientos y una placentera actividad que me otorga libertad. Desde entonces, escribir se vuelve mi esencia.
Si pudiera definirme con una frase sería con una que escuché en una película que jamás he vuelto a ver pero que describió exactamente la persona en la que me convertí: "Lo único que hago es sentarme a inventar personajes y fingir diálogos... ¡Esa es la esencia de mi vida!"
Y es verdad, ya no percibo mi vida sin esa extraña costumbre de convertir personas y situaciones en historias.

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