Había una vez un esqueleto enterrado en un cementerio que, a pesar de estar muerto, continuaba viviendo. No recordaba su nombre ni su vida ni siquiera a su querida, o puede que fuera querido, pero de lo que si se acordaba era de su más grande pasión: escribir. 

Durante los días, en los cementerios no pasa demasiado. Por esta razón, dicho esqueleto escribía con pasión: historias ridículas e historias absurdas, donde la fantasía y el sinsentido se daban la mano e incluso danzaban. A aquel esqueleto extraño lo que más le gustaba era escribir, tanto que ni la muerte tal cosa le pudo robar. 

Si durante los días escribía, por las noches danzaba. Por muy extraño que parezca, en Galicia por las noches los huesudos y los fantasmas salen de sus tumbas y como ya no siente el pensar de la vida, deciden convertir la muerte en fiesta. 

Bailan, beben y disfrutan, no solo acompañados de los muertos, sino también de otras extrañas criaturas: brujas de risas alocadas y trasnos de ideas traviesas, los monstruos que se esconden debajo de las camas y vampiros que peinan canas. 

Días de escribir y noches de fiesta, el esqueleto sin nombre no podría ser más feliz. ¿Qué más le podía pedir a la muerte que todo lo que había deseado en la vida? Al final, se dio cuenta de que la vida no era nada más que el comienzo y la muerte la continuación, ¿entonces dónde está el final? El esqueleto no lo sabes, pero le encantará descubrirlo y en el camino lo que hará sería reír, escribir, llorar, amar, bailar y disfrutar. Que la vida es sueño y los sueños, sueños son.