En un tiempo ulterior, un destello de esperanza arrojó su luz sobre la vida de Hotaru, cuando un hombre, su presente progenitor Killiyan, la acogió con cálido afecto, erigiéndose como su custodio y aliviador de las cicatrices del pasado.
Hotaru, al fin, experimentó los matices de una existencia colmada de dicha. Aunque las heridas ancestrales labraron hendiduras en su ser, metamorfoseándola en una alma taciturna, insondable en su convivencia. No obstante, revela una curiosidad intrínseca, semejante al sigiloso deambular de un felino. La privación temprana la impulsa a inquirir acerca de los misterios que la generalidad da por sentados. A pesar de su reserva, Hotaru se erige como un espíritu sereno y apacible.