Lord Cregan Stark se erguía solemne en el centro del patio, frente a las puertas del castillo. Eran veinte los hombres que lo acompañaban esa jornada, cada uno cubierto de la cabeza hasta los pies con lana, cuero y pieles. Él mismo no desentonaba, con su capa de lobo huargo echada sobre los hombros anchos, a la usanza de su señor padre y el abuelo que nunca tuvo la oportunidad de conocer. Una tradición, sí, que planeaba continuar con su hijo y heredero, Rickon, cachorro escurridizo que era, con la cara alargada como la suya y ojos del color de las rocas, tallados de la misma manera en que los de su madre, su querida señora que había perdido tan recientemente en la cama de parto. Cregan acarició el mango de la daga que llevaba colgando de la cadera para distraerse. Y Rickon, a unos pasos de él, en la cabeza del grupo, balbuceó alto en los brazos de su ama de cría, frustrado por no poder echarse a la boca los mechones de cabello que le caían a la mujer por los costados del rostro.
Lady Valaena Blackwood estaba cerca, sus hombres habían visto su carruaje y a sus escoltas acercarse al galope a Invernalia, desde las torres. Tal vez, era cosa de minutos para que éstos cruzaran las puertas. Sí. Aún le sorprendía que la viuda de Dustin hubiera aceptado su invitación, teniendo en cuenta que su relación no era tan estrecha como cabría esperar, pero estaba satisfecho de recibirla en su seno familiar. Siempre era bueno tener contacto con gente de Tierras de los Ríos, y la Casa Blackwood ya se había ganado su interés.
Cregan alzó el mentón cuando, tras unos largos minutos más, vio descender a la susodicha de su carruaje, acompañada por sus escoltas, y aguardó en silencio hasta que ésta estuvo de pie frente a él. Era una chiquilla encantadora.
—Lady Valaena —la saludó, inclinando la cabeza. —, es un placer recibirla en mi hogar. Invernalia está a su servicio.