Hay un peso en el pecho que nunca me abandona, como una sombra que susurra mi fracaso cada vez que intento avanzar. No solo es mi incapacidad para escribir, para crear algo que valga la pena. No, es mucho más profundo que eso. Es la acumulación de todas las decisiones estúpidas, egoístas, y arrogantes que he tomado. Es el eco de los días en que alejé a todos los que alguna vez me tendieron una mano. Siempre fui mi propia prioridad, mi único centro. No era que odiara a los demás, pero simplemente no cabían en mi mundo. Pensaba que si ponía toda mi energía en mí mismo, en mis sueños, en mi talento inexistente, sería suficiente. Pero lo único que logré fue vaciarme. Ahora estoy solo, rodeado únicamente por el reflejo de mi propia miseria. Recuerdo sus rostros, esos amigos que me buscaban, que intentaban entenderme. Yo los apartaba con palabras afiladas o con un silencio aún más cruel. ¿Por qué? Porque creía que no los necesitaba, porque mi orgullo era más fuerte que cualquier lazo que pudiera tener con ellos. ¿Y qué ha quedado ahora de ese orgullo? Nada más que una prisión invisible, construida con mi propia obstinación. La soledad me molesta, me carcome por dentro, pero tampoco quiero a nadie cerca. La idea de abrirme a alguien, de bajar las defensas, me aterra. ¿Qué podría ofrecerles? Soy un desastre, una maraña de arrepentimientos y autocompasión.