Amo a mis personajes, de verdad los amo, pero también me consumen. No soy una persona expresiva, ni alguien especialmente romántico en la vida real, y sin embargo los diseño intensos, emocionales, llenos de amor, dolor, ternura y caos. Y ahí empieza el conflicto conmigo mismo: me pregunto cómo soy capaz de escribirles abrazos que yo nunca he recibido, diálogos que jamás me han dicho, finales que no sé si algún día tendré. Duele crearlos, duele verlos existir en un mundo donde ellos sí pueden encontrar algo parecido a la felicidad, mientras yo me sigo ahogando detrás del teclado, sabiendo que, a través de ellos, estoy sanando partes de mí que ni siquiera sabía que estaban rotas o muertas.
Cada corrección es una pequeña autopsia emocional. Cada edición es volver a abrir una herida que pensaba cerrada. Quizá llegue el día en que no me duela escribir, pero por ahora siento que me ahogo cada vez que edito y publico un capítulo. Lo hago igual, porque algo dentro de mí necesita que esa historia exista, aunque me cueste noches en vela y dolores que nadie ve. Espero, de verdad, que llegue el día en que no duela tanto. No sé cuándo será, pero me aferro a la idea de que algún día escribir no se sienta como desgarrarme por dentro.
Muchos me preguntan por qué creo personajes tan rotos, por qué diseño conflictos tan pesados, personalidades tan heridas, procesos tan dolorosos. Por qué no escribir algo más “feliz”, más “ligero”, más “colorido”. Por qué siempre historias tristes, depresivas, llenas de traumas, para luego llevar a los personajes por un camino complicado, pero de alguna forma hermoso. Y la respuesta es sencilla, aunque no guste: ¿Cómo se supone que escriba un arcoíris si yo veo el mundo en escala de grises?