Llanto de madrugada.
Me despierto, pálida, sin pulso. Es lo primero que escucho — un llanto, lejano, infantil, familiar. Pierdo el aire.
Es un llanto desesperado, alterado, violento. Siento la vista borrosa, la sangre fría, lo imagino todo. Las manos, los gritos. Me agito, pero no me quito. No me muevo, ni siquiera parpadeo. Y lo siento.
Las manos, sus manos, su voz, su rostro. La misma luz cálida que ví que cegaba mi recuerdo y desentendia mi cerebro. Recuerdos borrosos, en un llanto que , por una vez, no viene de mi, pero me afecta como si cada grito viniera de aquí.
Lo siento venir.
No me muevo, no me atrevo, temo. ¿A qué temo? Me pregunto mientras mi corazón se quiebra, mis pulmones se cierran, el palpitar me aterra.
Y escucho su voz.
¿Era esa su voz? Ya no la recuerdo, pero por un momento la siento. Se escucha silencio.
Apenas abro los ojos él ya no está. Y el llanto ya acabó.
Pudo haber sido una pesadilla. Me digo. Porque otros no pasaron por lo que yo.
Me avergüenzo, al pensar, en que mi mente fué al lugar conocido tan pronto lo oyó, me incomoda la idea, me hace querer rascar limpia mi piel, morderme la boca y arrepentirme de lo que casi digo, lo que casi pienso. Lo que pensé.
Me repela la idea de ver el mundo con esos ojos rotos.
Y sin embargo no queda más que llorar. De nuevo, yo.
Porque por un momento ambos lo volvieron a sentir, mi cuerpo, mi vida. En sus manos.
Ambos la arrebataron de mí.
O tal vez ya me desmoroné.