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Atrás habían quedado los días en los que el rubio, de ya veinte años, recorría el mundo en busca de las bestias con cola, portando esa bata de nubes rojas que le convertía enemigo de todo aquél shinobi quien le viera. Ahora volvía a las vestimentas tradicionales, usando su largo cabello amarrado a nivel de su cintura. Los mechones caían más abajo de la afilada cadera, su característico flequillo permanecía cubriendo la mitad de su rostro. Aquella delicada fisionomía había mostrado su última sincera sonrisa durante un paseo junto a su compañero, poco antes de cruzarse con Uchiha Sasuke, el chico que llegó a terminar con la cordura del artista que fue humillado por el Sharingan. El desenlace de aquella batalla dejó una eterna herida en el solitario ninja renegado del País de la Tierra, quién solía pasar noches en vela deseando volver atrás para cambiar ese resultado. Su capricho por ganarle a esos ojos le había costado lo que más amaba. Él estaba seguro de que aquella técnica terminaría con su vida, o al menos esa era su teoría. Su pensamiento terminó siendo erróneo. El rubio despertó de su inconsciencia en medio de un enorme cráter. Todo al rededor había desaparecido, y de su compañero y el Uchiha, no había ni el menor rastro. Los días pasaron y el ninja no había sido llamado por algún miembro de la organización que no dudó ni por un momento en abandonar. Nada ahí le quedaba. Lo único que le daba motivos para seguir en medio de personas, que jamás pudo tolerar, se había esfumado en la más devastadora explosión en el haber del artista.