Hola, ¿qué tal? Espero que estés bien. Sé que es de alguna manera raro lo que pretendo hacer, pero para mí no es más que una oportunidad de sacar lo que tengo en la garganta sin que alguien conozca mi rostro y pueda llenarme de vergüenza.
Soy alguien que vive con la incapacidad de tomarse la vida en serio. Lo único que sé, lo único que me sostiene, es el miedo y la tristeza, son esas emociones las únicas auténticas, las que hacen mis días una tragedia. Todo lo demás, todo lo que debería ser humano y cálido, no es más que un decorado, uno barato que interpreto con las pocas fuerzas que me quedan. Desde que perdí a la mujer que amaba —y esa palabra, "perder", es tan insuficiente para abarcar el abismo que dejó—, todo lo que hago con los demás no es más que un esfuerzo por encajar en sus esquemas. Ser amable, ser soportable, no disgustar. Pero incluso eso, ese esfuerzo, es una mentira desesperada. Por dentro, hay un desierto. No, peor que eso: una ruina, un paisaje desolado que no hace más que esperar el olvido.
Y vivo, sí, con el terror constante de ser descubierto, de que alguien vea detrás de esta fachada lo que soy: un mediocre intento de ser humano. Lo sé, lo siento, lo cargo. Y también sé que suena absurdo, dependiente, patético incluso, pero la verdad es esta: la mujer que amo murió hace años. Y con ella murió algo en mí, algo que nunca he podido recuperar, mi humanidad. El dolor, ese río oscuro que me inundó, se transformó en un impulso de autodestrucción, una buena excusa para el suicidio y terminar todo de una buena vez. Solo la use como una excusa para matarme. Lo intenté, más de una vez. Ahorcarme fue un fracaso —la cuerda, el nudo, mi propia cobardía—, y estos días no deje de pensar en la muerte por agua, ese silencio líquido que promete un fin más amable.