Dos hojas caen al unísono sobre dos charcos… De ese lado, el charco es de agua en un día lluvioso cuyas gotas caen sobre el impermeable de una mujer casi al mismo ritmo del repiqueteo de sus pasos; de este lado, es un charco de aceite bajo el coche estacionado de un hombre que maldice entre dientes.
Ambos con sudor sobre la frente y una arruga entre las cejas, portafolio en mano, cabello negro como la noche y ojos que expresan frustración. Un reloj marcando las 07:03 en la muñeca izquierda de cada coordinador académico les saca otra exclamación escandalizada por el retardo.
Obviamente, ni Gerardo ni Diana tolerarían cometer el mismo acto que tantas veces han reprobado en los docentes bajo su supervisión. Vestidos por completo de prendas de vestir a medio luto, se convierten en los mensajeros de la muerte más placentera a su paso por los pasillos de la universidad, helando la misma sangre que corre directo al rostro de la personas que admiran su distinguida apariencia. Inevitable no saltarse un latido y soltar un respiro en el proceso.
Pero por más que Gerardo y Diana caminan —o más bien, trotan— codo con codo, no se percatan de la presencia del otro, que permenece invisible y lejana para sus sentidos, hasta que un gato peludo se interpone en su camino y arquea el lomo con el pelaje erizado mostrando los colmillitos… Demasiado repentino para detener la carrera sin perder el equilibrio.
De repente, ha parado la lluvia en el preciso momento que se oye un golpe en seco de tacones y portafolios contra el suelo.
—¡Ay…! —chilla Diana, con la zapatilla fuera del talón y el cuerpo contorsionado en una elegante runa sobre la ciruela pasa que se ha vuelto el traje de Geras: «Aparte de llegar tarde, llegaría sucio».
El impacto aún duele en la nuca del hombre y puede que el golpe le esté desenfocando la vista, porque cuando alza la mirada, se encuentra un rostro que creyó que jamás volvería a ver.
Con un hilo de voz, se pregunta:
—¿Ivonne?