Mis errores del pasado
La lluvia caía lenta, como si el mundo hubiera decidido llorar con ellos. Las gotas resbalaban pesadas por la capucha gris de Kaito, que avanzaba hacia Nano con pasos vacilantes. El agua empapaba su buzo, pegando la tela a su piel, pero él no parecía notarlo. Su mirada, fija y perdida, buscaba refugio en esos ojos negros que tanto había extrañado.
Nano, en cambio, no se movía. Tenía los ojos rojos, desgastados de tanto llorar. Parecía una sombra de sí mismo, quebrado, vulnerable, y aun así cargado de una fuerza extraña: la de quien está dispuesto a resistir aunque duela.
—Nano… —la voz de Kaito se quebró al pronunciarlo.
Trató de acercarse, pero Nano retrocedió, un paso apenas, lo suficiente para levantar un muro invisible entre ellos. No hizo falta gritar: el silencio ya estaba lleno de todo lo que no se habían dicho.
—Estaba empezando a olvidar el sonido de tu voz… —susurró Nano, con un temblor en la garganta, como si cada palabra le costara la poca vida que le quedaba dentro.
El llanto volvió a subirle a los ojos, empañando la última imagen de Kaito que decidió guardar: sus manos vacías, tendidas hacia él, incapaces de alcanzarlo. Nano apretó los labios, giró el rostro, y se alejó bajo la lluvia sin mirar atrás.
Kaito no lo detuvo. Sus pies parecían hundidos en el barro, atrapados por el peso de sus propios errores.
El mundo, durante un instante eterno, se detuvo. Solo quedaron la lluvia golpeando el suelo, y dos corazones heridos, condenados a latir cada uno en su propio silencio.
Pero ¿cómo habían llegado a esto?