El balde chirrió suavemente al ser arrastrado por el pasillo principal, acompañado del golpeteo rítmico del trapeador contra los azulejos mojados. Elliot trabajaba en silencio, con la misma concentración de siempre: espalda recta, movimientos precisos, mirada baja. Aunque el bullicio del prostíbulo seguía flotando a su alrededor —risas, música, gemidos—, él parecía aislado, como si su mundo fuera sólo el agua jabonosa y los rastros que borraba con cuidado casi obsesivo.
Fue entonces cuando una de las encargadas se asomó por la esquina, con una sonrisilla en esos pomposos labios color rojo pasion.
──── Elliot ──── / lo llamó con tono ligero ──── la señorita Aghatea preguntó si puedes subir a su habitación, dice que requiere “tu servicio”, y ya sabes cómo es… no acepta un no por respuesta ────
Él levantó la vista apenas, parpadeó.
──── ¿Yo? ──── / su voz sonó serena, casi monótona, pero sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del mango del trapeador.
La encargada asintió con una sonrisa cómplice antes de desaparecer por el pasillo.
Elliot se quedó solo por unos segundos. Tragó saliva, y en su interior, una chispa cálida le recorrió el pecho, absurda e inoportuna. “Otra vez tú…”, pensó, y se lo permitió: un fugaz instante de ternura que se apresuró a enterrar bajo su habitual compostura.
Se inclinó a dejar el trapeador con calma, revisó que sus manos no estuvieran sucias y se pasó una por el cabello como quien se prepara para una cita que no debe serlo. Termino por ponerse un bálsamo que siempre traía y perfume para verse al menos presentable.
Y luego caminó hacia la habitación dónde se encontraba Aghatea.
