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ㅤㅤㅤعے㍘︵ㅤ ㅤ Estas situaciones jamás habían figurado entre sus preferencias. En realidad, ni siquiera comprendía del todo por qué había aceptado. Las ideas de Ophélie solían parecerle excesivamente teatrales, agotadoras, y ésta no era la excepción. Bien pudo declinar la invitación con una excusa cualquiera, pero justo cuando estaba por hacerlo, ella pronunció un nombre que desarticuló toda su negativa: Narcissò.
Y ahí estaba la clave. No es que sintiera nada en particular —o al menos nada que pudiera nombrar—, pero algo en la mera posibilidad de verlo desmoronarse bajo la incomodidad lo impulsó a aceptar. Tal vez curiosidad, tal vez simple hábito de observar lo ajeno. Sea como fuere, se descubrió preparándose para asistir a un evento que, en otras circunstancias, habría catalogado como una pérdida de tiempo monumental.
En ese instante, Ninkyō experimentaba —o al menos eso suponía, porque identificar lo que sentía siempre era un asunto difuso— una especie de remordimiento envuelto en terror mal disimulado. Aquella casa debía ser el escenario del pánico ajeno, no el suyo. Su papel original era claro: observador sereno, testigo de los gritos ajenos, quizás incluso un poco divertido ante la desgracia de Narcissò. Pero claro, el cosmos —ese bromista de pésimo gusto— decidió torcerle el guion.
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Así que, en una maniobra más práctica que lógica, movió una de las piernas del hombre y la acomodó contra su cadera. Luego repitió el gesto con la otra, con una precisión que solo puede tener quien no está pensando en lo que hace. Sus manos no soltaron la cintura en ningún momento; la idea de que pudiera caerle de golpe resultaba, por alguna razón, intolerablemente incómoda.
El resultado fue... raro. Demasiado cercano, demasiado físico. Pero al menos ya no lo arrastraba como si fuera un saco de arroz.
En cuanto la voz del hombre alcanzó sus oídos —esa voz que seguía sonándole peligrosamente familiar—, sintió el impulso inmediato de responder algo como "¿crees que tengo idea de hacia dónde me muevo?". Porque, siendo honestos, no tenía la más mínima idea.
Tenía que ser alguien del lugar, pensó; un trabajador, tal vez, o algún tipo de perturbado que había transitado tanto aquella casa que ya podía orientarse con los ojos cerrados. Él, en cambio, apenas distinguía lo que estaba frente a sí. Su única certeza —vaga, pero firme— era que quería salir de ahí.
Al final, no dijo nada. Se limitó a sacudir la cabeza con un gesto demasiado rápido, casi brusco. Intuía que si abría la boca, su respiración se desajustaría, y perdería el ritmo que milagrosamente había logrado mantener. Mejor guardar silencio. Hablar requería un tipo de control que, en ese momento, no poseía.
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t-ouche
ㅤㅤㅤعے㍘︵ㅤ ㅤ Las disculpas no cesaban; se desprendían de su boca con la regularidad de un tic, carentes de propósito, de emoción o siquiera de sentido. Ya no había culpa, al menos no una que pudiera identificar. Tal vez era solo un residuo del sobresalto inicial, o la forma en la que su sistema nervioso decidía procesar la saturación. Lo cierto es que las palabras se sucedían sin mediación alguna, repitiéndose hasta perder textura, hasta volverse ruido.
Su cuerpo, entretanto, continuaba con una autonomía inquietante. Avanzaba, frenaba en seco justo antes de colisionar con una superficie, se desviaba, retomaba la velocidad. Cada movimiento surgía de una lógica que no pasaba por el pensamiento, un instinto de preservación física que suplía la ausencia de dirección mental.
Notó el sudor adherirse a la nuca, el pulso acompasado, la respiración aún firme. Detalles técnicos, mensurables, que su cerebro podía registrar sin conflicto. Y, dentro de ese pequeño orden, emergió una constatación absurda pero cierta: su condición física era excelente.
Quizá no entendía nada de lo que estaba sintiendo, pero al menos sabía cuantificar su resistencia.
Sus dedos se flexionaron apenas contra la cintura ajena, buscando en ella un punto de anclaje, una coordenada táctil que le impidiera desmoronarse por completo. No podía soltarlo; no por apego, sino por simple necesidad estructural. Si lo hacía, corría el riesgo de perder el equilibrio —físico y sensorial—, y volver al mismo estado de sobrestimulación en el que había empezado.
A pesar de que su cabeza seguía sumergida en el ruido de demasiadas sensaciones simultáneas, alcanzó a registrar cierto indicio de incomodidad en el otro. El cuerpo bajo sus manos se tensó de un modo que no requería interpretación emocional para entenderlo: claramente algo no encajaba.
Ninkyō sabía que era alto, pero no tanto como para que el otro quedara suspendido sin llegar a rozar el suelo.
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parasi-te
───ㅤ ..¿al menos sabes a dónde vas?ㅤ ───preguntó con reproche un poco después. Una parte muy mínima de él quería creer que el otro sabía lo que hacía, que sabía a dónde se dirigía para que al fin lo bajaran y tocar nuevamente el suelo, porque el llevar las piernas colgando ─y medio dobladas para que no rasparan el suelo en el proceso─ en toda la persecución estaba empezando a entumirlas. Ó lo más similar a entumirlas.
La otra parte, la que abundaba más en él, le decía que no. Que el hombre más alto no sabía a dónde iba y solo seguía lugares aleatorios con luz en ellos.
ㅤㅤㅤㅤ섣랑 .ㅤ @t-ouche ¡¡
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