Me he subido a la báscula y peso 70 kilos.
Sé que no deberían obsesionarme estas cosas, pero me obsesionan. Sé que mido metro setenta y algo y que según mi enfermera y mi IMC, estoy bien, pero no puedo evitar pensar que no estoy bien. Que podría estar mejor.
Por ahí hay chicos —y cuando digo chicos digo todos los demás— más altos, más guapos y más delgados que yo. Mi cuerpo es normal tirando a fibrado. No es que pueda presumir de no tener mucha masa muscular y mira que me esfuerzo en no ganarla, pero no hay manera. Tengo las manos demasiado grandes y demasiado vello corporal. También el cuello algo ancho y la nuez muy visible. Mi pelo es de color castaño aburrido, la sombra de la barba no me tarda mucho en salir y los ojos... Bueno. Quizá ellos se salvan en todo este cuadro. Son una mezcla entre verde y azul, ya que la genética de mis padres no se ponía de acuerdo y decidió fusionarse. Una mezcla un poco rara enmarcada en unos ojos grandes que siempre me han dicho que es preciosa. A veces, sobre todo en horas bajas, me pierdo en ellos, en ese punto cristalino. Buscándome a mí mismo ahí detrás. Buscándole el sentido a todo esto.
No estoy preparado para salir.
Laura me ha invitado a una estúpida fiesta con el resto de compañeras de la oficina (en la que trabajo a tiempo parcial para pagarme los estudios) y aunque ya esté vestido y mirándome al espejo, no estoy preparado para salir. Es un pensamiento habitual en mí, porque no estoy preparado para salir nunca, en general, a ningún sitio en el que haya otros seres humanos con la capacidad de juzgarme, pero me refiero a que no estoy preparado para salir hoy. Esta noche. A ese sitio en particular. Con ese grupo de gente.
Odio las fiestas, ¿sabes?
Todas esas personas, el alcohol, las conversaciones triviales...
Siento que no pertenezco, que no puedo ser yo mismo y que estoy obligado a interpretar una versión tonta y maleable de la que no estoy orgulloso, que no me representa y que me produce una terrible incomodidad. El momento escaparate, que le llamo, y que me agota psicológicamente como no puedes imaginarte. Entre las risas forzadas y las chorradas que suelto cuando intento integrarme en un grupo, o no parecer el típico chico normalillo sin nada que aportar, me da la impresión de que en cualquier momento se darán cuenta, ¿sabes? De que estoy fingiendo. De que estoy vendiendo humo. De que pasar cinco minutos conmigo es lo mismo que tirarlos a la basura.
Deja tus inseguridades a un lado, Eloi.
Solo es una fiesta.
Inspiro hondo mirándome a mí mismo.
No suelo hacerlo. Al menos, no con este detenimiento. No comparándome con la imagen que debería estar proyectando, con este enfoque tan crítico sobre mi apariencia física. El espejo que ahora me devuelve mi reflejo está acostumbrado a verme pasar por delante suyo como si no existiera. El único momento en el que lo utilizo en mi día a día es cuando me lavo los dientes y porque no me queda más remedio. Si fuese por mí, no lo habría comprado ni instalado nunca. Estoy tan poco hecho a verme que, para que te hagas una idea, si no me hubiesen enseñado que es un metal reflectante, me asustaría creyendo que hay alguien más en la habitación. O que es una ventana a un baño paralelo. Que da a un mundo completamente opuesto al mío.
Inspiro hondo por segunda vez.
Mierda. Tengo un pelo asqueroso en el bigote y se ve muchísimo. No puedo salir a la calle y mucho menos plantarme en esa fiesta con ese pelo ahí. Es horrible. Negro, largo, sucio... ¿Cómo no lo he visto antes? Joder, joder...
Ya llego tarde y el teléfono no deja de sonar.
Me esperan abajo, en el coche, delante de la puerta. Laura ha venido a recogerme a casa porque creía que así podría desmantelar las trabas que le estaba poniendo para salir. Me gustaría tener el valor para decirle que no. Que no me apetece. Que no quiero. Que prefiero quedarme en casa comiendo Doritos —mi placer culpable— y mirando una serie. Pero Laura insiste, insiste e insiste hasta que termino diciéndole que sí.
A veces me pregunto por qué lo hago. Por qué me importa tanto no enfadarla o decepcionarla. Por qué cedo a su insistencia y actúo contra mi propia voluntad. Soy capaz de decir que no, tampoco te creas que no lo hago nunca. Pero digo que no una vez, y otra, y otra, y otra y al final, accedo solo para que se callen, para que paren de pedírmelo, para que me dejen en paz. Tiene que ver con mi educación, supongo. No voy a darle vueltas ahora.
Me aseguro de llevarlo todo: El móvil, importante. Las llaves de casa, la cartera, el paquete de tabaco, el mechero... Me detengo en el espejo de la entrada antes de salir, para asegurarme de que estoy perfecto. El pelo bien peinado, la mandíbula suave y pulcra, el maldito bigote otra vez... Reviso el aspecto que me da la ropa de frente, de lado y de espaldas diciéndome mentalmente que no estoy nada mal y, cuando cruzo la puerta y veo a Laura mirándome desde el asiento del conductor, le sonrío inmediatamente a ver si así la ablando. La pobre lleva esperándome media hora.
—Lo siento —le digo al entrar al coche, poniéndome el cinturón y bajando la visera del copiloto para volver a mirarme el bigote en el espejo. Sería terrible que se me haya pasado por alto otro pelo.
Ella me mira de abajo a arriba, con las manos en el volante. Por un segundo creo que está enfadada porque no me dice nada. Tiene por boca una línea recta y el ceño un poco fruncido. Tendría motivos. Habíamos quedado a las diez. Ha llegado a las diez y cuarto expresamente, porque sabe que siempre voy tarde y, aún así, he salido que son... las once menos veinte.
—Al menos ha merecido la pena —responde secamente, ladeando una sonrisa.
Le sube el volumen a la música y conduce hasta la fiesta.
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Reversa
RomanceEsta es la historia de un tímido e inseguro universitario que solo intenta sobrevivir cuando le presentan a la mujer más sexy y engreída del planeta.