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Tal y como imaginaba, el salón es gigante y está lleno de gente. Emmanuel, que va guapísimo, enseñando el pecho entero con un escote hasta el ombligo, es el que se lleva todas las miradas. Incluidas las de envidia por parte de otros que no se le acercan ni a la suela de los zapatos. Con ellos, pisa fuerte, y yo, le sigo de cerca sintiendo que soy el sirviente irrelevante, relegado a llevar la cola de su túnica real.

Si no fuese porque odio ser el centro de atención, cosa que a él parece encantarle, le envidiaría. De hecho, en ocasiones lo hago. Ojalá tuviera la mitad de su seguridad.

—Por aquí —me guía con una sonrisa deslumbrante.

Una vez alejados del tumulto, cruzamos una puerta y entramos en una habitación que, aunque a comparación con el salón es pequeña, sigue siendo enorme. Está decorada con sobriedad, un par de cuadros y estanterías y un conjunto de sofás cerca del ventanal que da a la piscina, ahora iluminada. Se sigue escuchando la música , pero amortiguada, y sentados en los sofás hay tres colegas más de la oficina bebiéndose una botella de vino. Van por la tercera.

—¡Eloi! —me saluda Carlos, levantando la mano y haciendo un gesto para que me acerque. Raúl y Jorge mantienen una acalorada conversación sobre el significado de la escena de una serie de Netflix.

—¿Podemos estar aquí? —le pregunto a Carlos sentándome a su lado. Él me da una copa limpia encogiéndose de hombros y me sirve vino.

—Cuando das una fiesta —dice Emmanuel sentándose en el otro sofá y encendiéndose un cigarrillo—, ya das por hecho que te van a llenar la casa de mierda.

—Tiene tanto dinero que podría tirarla abajo mañana y volver a construirla —bromea Carlos.

—¿Dónde está Álvaro? —le pregunto.

Jorge, que es amigo suyo, coge su copa de vino y me mira para contestarme:

—De baja. Por paternidad.

—Aaaaah —respondo yo, cayendo en la cuenta. Como no tenemos el mismo turno, se me había olvidado que su mujer estaba a punto de dar a luz. Recuerdo lo nervioso que estaba por ser padre, lo que siempre había querido—. ¿Y cómo está?

—Aliviado —me responde Jorge—. Estaba tan estresado que le costó más de dos semanas generar la prolactina. Pensaba que no iba a poder amamantar al niño y que tendrían que darle biberones.

—Pero al final ha podido —afirmo.

—Al final ha podido. Se ha inflado a soja y a hormonas y se ha hecho polvo los pezones con un millar de técnicas de estimulación, pero ha podido.

Solo de oírle pronunciar «técnicas de estimulación» me duele el pecho y me lo toco por instinto. Lo natural es generar la prolactina durante la primera semana, solo con la succión del niño, así que lo único que deseo es que cuando me toque a mí, no me pase lo mismo.

—Ahora está medio zombie porque dice que el niño está comiéndole la vida. Se pasa el día meando y cagando y le despierta cada tres horas, pero por lo demás, todo bien.

—¿Y su mujer?

—La muy asquerosa empezó a trabajar a la mínima de cambio, pero, como todas, ¿no? —se mete Raúl en la conversación.

—Siempre es la misma mierda —puntúa Emmanuel—. A la que paren se desentienden, como si no fuese su responsabilidad. Como si un bebé fuese un cagarro que sueltan y ¡ale! Que lo cuide el pringado de turno durante los 18 años siguientes.

—Por eso soy gay —dice Carlos—. Los hombres no son tan gilipollas.

Y todos nos desternillamos de risa.

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⏰ Última actualización: Feb 09, 2021 ⏰

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