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Según me ha dicho Laura, Dña. Silvia Ortiz ha decidido hacer de anfitriona y ha organizado la fiesta en su casa para celebrar el fin de año fiscal. Es la CEO de la empresa. Una mujer entrada en los cincuenta, con algo de sobrepeso y un mal gusto terrible para la ropa, a la que solo conozco por los organigramas, fotografías de eventos y por los rumores que corren sobre su (supuesta) adicción a la cocaína y su predilección por chicos treinta años menores que ella, quién sabe si más jóvenes aún.

Reconozco que solo entrar en el barrio residencial en el que vive —que no conocía más que por el nombre— ya me ha impresionado. Se ve poca cosa desde el coche. Muros, hileras de arbustos altos y puertas grandes y majestuosas por las que he podido atisbar edificios impresionantes. Algunos por lo colosal, otros por lo clásico o por lo moderno, todos por la sensación de ensueño que me transmiten, casi como si los barrotes de acceso estuvieran ahí para recordarme cuál es mi sitio en el mundo.

Me siento como una suerte de Adán resacoso.

—Algún día podré vivir aquí.

La voz de Laura me despierta de mi fantasía y no sé por qué la creo. Puede que sea por la dureza que le da la poca luz a sus facciones, o por la convicción en su tono de voz. Pero la creo.

Al llegar al portón lo encontramos abierto de par en par y dos mujeres altas, atléticas y armadas, nos dan el alto para pedirle a Laura la documentación que nos acredita como invitadas. Dña. Silvia —o más bien su secretario—, se ha encargado de enviarnos unas tarjetas digitales al correo de la empresa. Solo tenemos que acercar el teléfono al lector que usan las porteras y esperar que verifiquen el código adjunto.

—Adelante —indica una de ellas, dejándonos pasar.

El camino está asfaltado y rodeado por una densa arboleda. No es hasta que no llegamos arriba de la pequeña colina que no podemos ver la mansión.

—Vaya —expreso admirado.

Grande, blanca y de arquitectura moderna. Tiene tres plantas y es tan alargada como la mitad de la manzana en la que está situado mi edificio. Solo el salón de esa casa o, no sé, quizá un armario, será tan grande como todo mi apartamento. Desde los portones parecían más pequeñas, pero cuando estás al pie de una, te das cuenta de que eso también es una ilusión.

—Eso es justo lo que Ortiz quería conseguir.

—¿El qué? —le pregunto confuso.

—Impresionarnos —responde Laura quitándose el cinturón y abriendo la puerta. Yo decido imitarla y bajar del coche. Después la miro por encima del techo—. Ha creado esta estúpida fiesta, como la llamas tú —sonríe y señala la mansión—, para restregarnos por la cara dónde vive a nuestra costa.

—Más a mi costa que a la tuya.

—Eso seguro.

—Te dije que no quería venir —le recuerdo cruzándome de brazos.

—Hay barra libre.

Y con eso, y su sonrisa, me convence para entrar.



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