Parte 2: Vértigo

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El cielo estaba despejado, pero el día anunciaba tormenta. Aquel Forjado no temía a su destino, ni a la propia muerte, tan sólo a la posibilidad de morir antes de cumplir su cometido, que la venganza no pudiera cobrarse y que el culpable de su tormento quedase impune.

La tantas veces denominada "primitiva" mente de los Forjados había ido evolucionando a medida que los años la maduraban. Como criaturas indefensas, ajenas a todo sentimiento, las primeras primaveras de esas mentes recién construidas transcurrían sin comprender, como retoños de un destino incierto, encerrados en un cuerpo de pesado acero diseñado para el combate, incapaces de hacer otra cosa que obedecer a las órdenes de unos muy a menudo poco pacíficos dueños. Pasados unos años, la inteligencia evolucionaba en un mundo nuevo, hostil y fiero. La Guerra había hecho mella en muchas de aquellas conciencias todavía jóvenes y vírgenes, mentes de adolescentes que apenas sí podían entender qué era lo que sentían cuando ya era demasiado tarde para echarse atrás y rectificar, convirtiéndolas en auténticas máquinas de destrucción. Muchos, llegados a ese punto, elegían ignorarlo, seguir el camino del autómata, y comportarse como tal: no pensar, ni discrepar, ni opinar... ni sentir. Pero era una semilla que ya había arraigado en la mayoría de ellos, y reprimirla no hacía más que sumirlos en la desesperación y la locura. Unos pocos, atormentados por su confusión, se condenaban al exilio y la marginación, amargados por su condición y rechazados por un mundo que los asociaba con una larga y triste guerra. Otros, decidían acabar con su tormento de una forma más rápida. Tan sólo unos pocos afortunados conseguían mantener el equilibrio y la cordura, podían poner en orden sus sentimientos y emociones, y albergar sitio dentro de su dura piel metálica para la compasión, la comprensión, el cariño y quizás incluso el amor. Y estos últimos eran, entre los que él mismo se consideraba, los más peligrosos para sus creadores. Para los forjados, matar era una cuestión de principios: los reprimidos mataban por convicción; los libres, por pasión.

Casi pierde la cabeza durante el viaje en la saeta de aquel mediano loco. La energía que liberaban aquellos endiablados aparatos no solía sentar muy bien a la mayoría de forjados, aunque la costumbre le había ayudado a ignorar esas desagradables sensaciones de desmoronamiento, como si dejara de sentir cada pieza de su cuerpo. Aunque más que la energía que liberaba ese maldito elemental que llevaba anclado, había sido su forma de volar, tan salvajemente estresante. En más de una ocasión había estado tentado de olvidar unos segundos su cometido y acercarse a su piloto con el fin de intercambiar un par de impresiones. Observó sus extremidades, arrodilladas para amortiguar la caída de una docena de metros que acababa de realizar. La dura estructura de su cuerpo había provocado una profunda abolladura en el techo del vagón, y su presencia desde ese momento había dejado de pasar inadvertida. Tanto mejor para él.

Miró con decisión hacia la parte posterior del tren, contemplando la veintena de vagones llenos de pasajeros que tenía que registrar si quería dar con su escurridiza presa. No le importaba lo que a esas pobres criaturas les ocurriera, no después del mal tormento que ese ser le había causado. Tenía que encontrarlo...y acabar con aquel pálido trozo mal forme chupa-mentes. Si media docena de cadáveres eran suficientes para dar con ella (o más bien ello) prefería eso que varios centenares, pero los números eran algo que en esos momentos no le importaba demasiado.

Se incorporó y desenvainó su arma, un monstruo de acero forjado de metro y medio con forma cruel con la que había arrebatado incontables vidas. Abrió con facilidad el techo del vagón, y observó los primeros rostros atemorizados, escuchó los primeros gritos de terror. No le importaba. Ya nada importaba. Descendió con furia hasta la primera de las cabinas y observó a quienes allí se encontraban. Un anciano de ojos negros azabache le miraba con el rostro desfigurado. A su lado, una niña elfa se arrebujaba en las faldas de la que sería, con toda probabilidad, su madre, a la cual, por la expresión de su rostro, no le habría venido mal otra falda tras la que buscar socorro. El shock habría sido suficiente como para hacer que un maestro Jerrassi perdiera la concentración en mitad de un conjuro diseñado por él mismo. No era ninguno de ellos, así que se dirigió a la puerta de la siguiente cabina y la arrancó de cuajo.

Marionetas de ObsidianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora