CAPÍTULO CINCO. POR FIN ESTÁS AQUÍ

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Desde ese día no dejé de tener alguna que otra contracción, sobre todo por las tardes. Ya me dijeron que debía acostumbrarme, pero es imposible acostumbrarse a eso. Recuerdo estar en el trabajo, en mitad de un interrogatorio, sentir una y golpear la mesa con rabia para disimular. Me miraban raro, pero conseguía que nadie supiese que estaba rota de dolor. El que no tuvo tanta suerte fue Benito, al pobre casi le fracturo la mano en una de esas. Me pilló al lado, le agarré y apreté con todas mis fuerzas mientras respiraba hondo. Me sorprendió, se limitó a tranquilizarme con la mirada. Minutos más tarde, lo vi poniéndose hielo...

Me puse de parto aquella mañana en la que todos los canales hablaban de lo mismo, el nuevo asalto de los payasos, esta vez al Banco de España. Toma ya, con dos cojones, Profesor. Cuando lo vi en la pantalla, un escalofrío me recorrió la columna vertebral de arriba a abajo. Sé que fue ahí cuando mi hija decidió venir al mundo, quizás odiaba a aquel hombre tanto como yo. Un dolor más fuerte que cualquiera de los que había tenido hasta entonces, anunciaba que había llegado el día. Esta vez no era una falsa alarma. Parece de locos, pero a pesar de la tensión, no podía dejar de mirar la televisión. Germán vino corriendo a ver qué me ocurría y entonces rompí aguas, fue como si hubiesen abierto la compuerta de una presa. Increíble. Recuerdo ese día al detalle, era incapaz de apartar la vista de aquellas imágenes en las que describían uno a uno a cada integrante de la banda. Empecé a llorar sin consuelo cuando apareció Raquel, no podía creer que estuviese ahí, con ellos. Me dolía más que cualquier contracción.

Sentía que la niña iba a nacer allí mismo... qué ilusa. Germán corría de un lado a otro buscando el bolso de maternidad. Como os dije, en las situaciones de estrés, más vale tenerlo lejos. Cuando consiguió centrarse, le dije que ni de coña íbamos a ir al hospital en nuestro coche. La última vez temí por mi vida, así que pedimos un taxi y en qué mala hora... el taxista era un imbécil de manual, de esos que en lugar de tranquilizarte, te dicen que ya han asistido varios partos a lo largo de su carrera y que si no llegamos al hospital, no pasa nada. ¿Que no pasa nada? Me quería morir... entre los dolores, la noticia del atraco, Germán y el taxista, en lo último que pensaba era en que estaba a punto de vivir el momento más bonito de mi vida. Me veía empujando en ese asiento de atrás, que apestaba a tapicería vieja, asistida por aquel hombre mientras escuchábamos a los Chunguitos. Una escena de película, vaya.

Había un atasco descomunal, los Dalí habían conseguido paralizar a toda Madrid una vez más. Entre gritos, conseguí que Germán reaccionase y le pidiese al conductor que echase por dirección contraria, el hospital estaba a escasos minutos y era una situación excepcional. Para colmo, un coche de policía vio cómo incumplíamos todas las normas de tráfico habidas y por haber. Yo sin cinturón, el taxista buscando alternativas en el GPS del móvil y a más velocidad de la permitida, Germán asomando medio cuerpo por la ventanilla tratando de avisar al resto de coches para que nos dejasen pasar... una mancha preciosa en el expediente de una inspectora. Nos pararon, claro. Los cristales de atrás estaban tintados o tenían tanta mierda que el policía no podía vernos. Yo estaba callada, me moría de la vergüenza, Germán se escondió tan pronto vio las luces azules y el taxista, que no se explicaba muy bien, no supo reaccionar en ese momento. Así que, el policía se limitó a pedirle la documentación. Afortunadamente, mi hija hizo el primer acto de buena fe por su madre, tuve una contracción que me hizo gritar como en mi vida y el agente supo rápidamente qué estaba ocurriendo. Nos escoltaron hasta el hospital. Sí, llegué a dar a luz escoltada por dos coches de policía. En la comisaría se lo pasaron bomba con esta anécdota.

No sé qué mierda pasaba, pero cada vez que entrábamos a urgencias, todo se calmaba. La ginecóloga me dijo que era normal en madres primerizas, el parto se desencadena rápido para luego pegarte horas y horas muerta del asco. La única diferencia con el susto anterior, era que esta vez no había marcha atrás, había roto aguas. Nos subieron a la habitación y solo entonces fui consciente de la odisea que habíamos vivido escasos minutos antes. Pedí a Germán que pusiese las noticias, quería saber cómo iba a gestionar mi querida institución ese nuevo golpe del Profesor y su banda. Me moría de miedo al pensar que Raquel formaba parte de aquella locura. No paraba de darle vueltas a todo lo ocurrido la primera vez, en las vidas que se perdieron y en que en esta ocasión, la policía le tenía a ella más ganas que a nadie. Temía que se tomasen la justicia por su mano, tenía un mal presentimiento.

Tan solo eran las 11 de la mañana y yo ya estaba desesperada. Germán avisó a mis compañeros de que no iría a trabajar, estuve trabajando hasta la noche de antes y les extrañaría mi ausencia. No hicieron mucho caso, bastante tenían con la que se estaba liando por el atraco. Había soñado infinidad de veces con el anterior golpe, soñaba que yo era la inspectora al mando y que todo se solucionaba sin imprevistos. Metíamos al gafitas en la cárcel y Raquel y yo retomábamos nuestra amistad. Eso no hubiese pasado ni en sueños, ya lo sé, pero soñar es gratis... Os juro que he repasado ese atraco al milímetro millones de veces, cada error, cada decisión, cada paso del Profesor. El destino o el karma quisieron que mi pequeña naciese ese día, quizás para evitar que su madre hubiese estado al mando esta vez. Esa mañana estaba dispuesta a ir al trabajo como cada día... si no me hubiese puesto de parto, me hubiese encargado yo, de eso no cabe la menor duda.

Pasaban las horas, yo cada vez estaba más cansada y el atraco iba a peor. Menos mal que Germán estaba a mi lado, no sé qué hubiese hecho sin él. Me daba masajes, hacía de apoyo cada vez que me venía una contracción y rompía la tensión con sus bromas, que no me hacían ninguna gracia. La ginecóloga intentaba darme ánimos cada vez que entraba a explorarme... ánimos que no servían de nada. Solo pensaba en cómo se me había ocurrido a mí meterme en aquel tinglao. Yo con un bebé, de locos...  con el gusto que da hacerlos y lo que duele tenerlos. Qué injusto.

Cuatro centímetros, seis, siete... dilataba a cuenta gotas, era horrible. Mi parto avanzaba al mismo paso que el atraco, lentamente y con dolor, mucho dolor. Lo estaban haciendo todo mal, explosiones, heridos, malas decisiones todo el tiempo. Yo creo que me ponía peor solo de ver las noticias. Paseos por el ala de maternidad, saltitos en la pelota de pilates... nada. Me faltó hacer la conga por el pasillo con las demás pringadas que como yo estaban contribuyendo a aumentar la tasa de natalidad del país. Cuando por fin decidieron bajarme al paritorio, estaba agotada. Habían pasado ocho horas y no pude ponerme la epidural porque todo iba muy lento y decían que no serviría de nada. Hubiese pagado tantos millones cómo los que estaban robando los del mono rojo en el Banco de España con tal de haber parado aquel dolor infernal.

Dos horas después me tocó empujar. Sin fuerzas, sentía que el alma abandonaba mi cuerpo en cada empujón, era como un exorcismo. Respiraba y me dejaba caer en la camilla una y otra vez, exhausta. Germán me reincorporaba todo el tiempo y me susurraba al oído cosas bonitas, "te quiero", "lo estás haciendo muy bien", "ya falta poco". Sus palabras eran un bálsamo para mí. Yo cerraba los ojos y trataba de seguir las indicaciones de la matrona, pero solo podía responder con un débil "no puedo". El pitido que indicaba las constantes vitales de mi hija era estable, era lo único que podía oír con claridad entre mi respiración y los ánimos de las enfermeras, y lo único que me impulsaba a seguir.

Apretaba las manos de Germán, apoyaba mi cabeza en su hombro y lloraba de agotamiento. No sabía si lo estaba haciendo bien, si era suficiente, solo quería escucharla llorar, era lo único que anhelaba. De repente, en mitad de una contracción, la matrona me hizo parar en seco, algo pasaba. El corazón se me salía del pecho, estaba aterrada. Gritaba y lloraba desesperada mirando a Germán, buscando respuestas, él trataba de calmarme. La niña venía con una vuelta de cordón. Justo en el preciso momento en el que había logrado sacar fuerzas para seguir y tenía que contenerme para que la matrona la liberase... sentía que el dolor me estaba partiendo en dos, solo quería empujar pero no debía hacerlo. La presión que sentía era enorme y el miedo me estaba volviendo loca. ¿Estaba bien?, era la única pregunta que retumbaba en mi cabeza una y otra vez mientras me retorcía. Fueron unos segundos eternos. Esa mujer era la mejor de todo el equipo, confiaba plenamente en ella, pero solo el hecho de pensar en que la niña corría peligro me hacía dudar de todo y de todos. La liberó con éxito.

Comencé a empujar de nuevo y noté como iba avanzando, algo que no había notado anteriormente. Nos preguntó si queríamos verla, Germán se hubiese metido entre mis piernas y hasta la hubiese sacado con sus propias manos, pero lo agarré del pecho y le dije que ni se le ocurriese moverse de mi lado. Había un espejo en un lateral de la cama y él se quedó mirando embobado, yo fui incapaz. Solo quería que aquello acabase cuanto antes. Mi hija se abría paso con dificultad entre mis jadeos, mis insultos y las risas de todos, no negaré que había algo de comicidad en el ambiente. Yo y mi humor negro.

"Ya viene, Ali", dijo Germán, llorando y sonriendo. En un descuido, miré al espejo y la vi, fue una escena impresionante. A veces, no me creo del todo que yo haya sido capaz de hacer algo así, luego recuerdo cómo duele y sí, efectivamente, lo hice. Verla me dio las fuerzas que necesitaba para no dejar de empujar hasta tenerla conmigo. Sin parar de mirar al espejo, vi como finalmente irrumpía en este mundo entre llantos, el suyo y el nuestro. Alargué mis brazos para cargarla y ponerla sobre mi pecho, era diminuta y preciosa. "Hola, enana. Por fin estás aquí, gracias por salir", le dije ante la tierna mirada de su padre.

BELLA CIAODonde viven las historias. Descúbrelo ahora