EL HECHICERO

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Despertó sobresaltado porque oyó su nombre. ¡Su verdadero nombre! Aquel que no había escuchado, más que de los labios de su esposa, ya hacía tantos inviernos. Observó hacia todos lados, pero la habitación era oscura. El amanecer estaba lejos. Dedujo que estaba soñando o teniendo una pesadilla, o la combinación de ambas. Dirigió su mirada hacia las escaleras, y de forma instintiva aguzó el oído intentando escuchar algo más... pero nada. El silencio.

Intentó volver a dormir, pero luego de unos minutos, mientras se devanaba los sesos tratando de entender o darle significados a aquel signo, decidió levantarse y empezar la rutina de todos los días.

Hizo su cama y dedicó unos minutos para meditar. Luego de un rato, empezó a buscar su ropa. Se puso el abrigo, la capa y zapatos, y salió del cuarto. Al abrir la puerta fue recibido por una ráfaga de aire helado que le hizo cerrar los ojos, por lo que supuso que más allá de la frontera, el clima estaría gélido. Así, se cubrió nariz y boca con una bufanda que guardaba en uno de sus bolsillos, y sin más emprendió la marcha.

Afuera brillaban las estrellas y podía observar bastante bien el camino a seguir, a pesar que la noche aún se aferraba tozuda en cada resquicio del cielo. Pero un ligero brillo desvaído al oriente indicaba que se había levantado a la hora correcta.

Caminó sin prisa y con la serenidad que le caracterizaba. En la mano llevaba una vara a manera de cayado, y como siempre, el cambio de temperatura fue gradual porque empezó a notar el frío en la mano que llevaba aquel bastón, mientras la piel de sus dedos perdía la sensibilidad.

Unos pasos más adelante supo que lo peor del invierno estaba por venir. La escarcha había cubierto el campo aledaño con un manto blanco y se dio cuenta que podía ver su respiración condensándose frente a él. El viento empezaba a notarse al mover las ramas desnudas de los árboles del sendero.

Apretó el paso para terminar cuanto antes con aquella ingrata tarea. Así que luego de varios minutos luchando contra el frío y la ventisca llegó al sitio que él llamaba "el mirador". Desde ahí se divisaba la parte meridional del valle y una serie de montañas.

No había nada de especial en el lugar más que aquel gran muro de piedra negra y pulida que dividía la zona y lo protegía del viento. Se apoyó en la pared y se percató que como siempre estaba tibia. Esto siempre lograba intrigarlo, pero era lo suficientemente práctico para descartar los razonamientos y gozar del ligero confort que este fenómeno le ofrecía en aquella madrugada helada.

Cuando el alba empezaba a dibujarse en el horizonte inició con los ejercicios de siempre para entrar en calor. Mientras planificaba en su mente las actividades del día. Primero regresar a la casa amarilla, luego encender la fogata para calentar el agua que usaría para preparar el té y su desayuno. Asearía su dormitorio. Iría a revisar las trampas y, como era seguro, regresaría con una liebre u otro animal para el almuerzo. Suponía que sobraría carne para preparar la cena, y salar otro tanto para comer por un par de días. Vería el atardecer desde la colina, y cuando cayera la noche, calentaría las piedras de río para darle tibieza a su habitación. Al final dormiría tranquilo. Y así como siempre hasta el término del invierno, y como había hecho más de cien inviernos antes.

Pensó en su Maestra. ¿Acaso era todo esto una gran broma de su parte o una penitencia por alguna falta la cual él ya ni recordaba? Este pensamiento lo asaltaba en cualquier momento del día y, a veces, era como una comezón molesta que le impedía conciliar el sueño. Lo único que le devolvía un poco la cordura era saber que pasaría los días de verano sentado frente a la playa recibiendo el tibio sol de la costa. Añoraba el olor de los pescados fritos y tomar una pinta de cerveza mientras miraba la puesta del sol en el malecón frente al puerto.

Suspiró con desesperanza convencido que entre más evocara aquello, este invierno se volvería interminable.

Pero de repente, lo vio. Empezó como un brillo rosa que apareció al sur, sobre aquella cadena montañosa que lucía como una gran cresta negra. Pero en medio de esas serranías sobresalían dos protuberancias que parecían las jorobas de un camello, y justo en el momento que él intentaba aguzar la vista se dio una explosión que liberó un destello rosáceo iluminando aquella zona mientras opacaba a la creciente aurora. Incluso creyó escuchar una explosión a la lejanía.

Se quedó perplejo sin saber qué hacer. ¿Esa era la señal? ¿Acaso una estrella había caído del cielo?... Eso pasaba todo el tiempo... ¿Era la llave?... ¿ahora qué debía hacer?

Si iba a investigar, de seguro le tomaría todo el día en llegar a las montañas, y jamás había estado en dicha región, perderse era una gran posibilidad, con certeza absoluta pasaría la noche en el descampado, lo que significaría tratar de sobrevivir en medio de la noche del peor invierno que recordaba a la fecha.

Volvió a pensar en su Maestra. Y recordaría la frase que ella tenía a flor de labios para dichas ocasiones.

Lo que distingue a un guerrero de verdad de uno fraudulento, es que el primero no deja que las dudas lo paralicen. Se entrega a la batalla y da lo mejor de sí. El otro se sienta a esperar mientras sus preguntas crecen y la batalla pasa de largo....

Él no se sentía tan guerrero como en el pasado. Pero no le quedaba más que obedecerla. Por lo que casi corriendo regresó a la frontera. Debía actuar con rapidez. Luego de unos minutos llegó a la casa amarilla. Recogió todos sus bártulos y ordenó el sitio antes de irse. No creía regresar nuevamente a aquel lugar, al menos durante ese invierno. Antes de cerrar la puerta de la edificación tuvo un momento de vacilación, pero la certeza que ese día cambiaría todo, se apoderó de él. Por lo que de un tirón dejó aquel extraño oasis, y desandó el camino.

Cuando los primeros rayos del sol salían por las colinas al oriente, él regresaba al mirador. Tuvo otro instante de nostalgia que lo hizo tocar aquella superficie pulida, brillante y tibia. Esta le devolvió su reflejo que mostraba una expresión desconcertada. Entonces supo que ya no podía dar marcha atrás.... Era el fin de una época y el inicio de otra más.

Dirigió su mirada hacia los cerros con forma de jorobas, pero su simetría se había perdido y ahora uno lucía como una aleta de tiburón y el otro como un cilindro irregular. Entonces empezó a caminar con cierta velocidad para encontrar cuanto antes "la llave" que de seguro había sido enviada desde los cielos para "cerrar la puerta". Entonces aquel hombre que muchos conocían como "el hechicero de Rhianon"  desapareció por el camino dirigiéndose hacia el sur. Iba en pos de su destino. 

LA EXTRANJERA DE KUZTANDonde viven las historias. Descúbrelo ahora