El mayordomo y la espina de la rosa III parte.

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Advertencia: Shota, Lemon

El mayordomo y la espina de la rosa III parte.

La pelea entre Sebastian y Rosette terminó tan súbitamente como había comenzado, y las primeras luces del amanecer aún no habían asomado. La luna menguante y el furor de las estrellas continuaban apreciándose en lo alto del cielo. Sombrío y amenazador, Sebastian miró fijamente a través de la imponente verja de hierro que protegía la mansión Phantomhive mientras sostenía en los brazos a su joven amo, quien continuaba inconsciente a causa de lo que había sucedido durante la investigación del caso de los desaparecidos en el Hyde Park. Sólo alguien como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de Londres; una figura salida de las tinieblas, súbita y sigilosa.

Con los ojos encendidos y el cuerpo enardecido, el demonio se encaminó al interior, deslizándose lentamente. Cerró la puerta de la entrada principal despacio para no dejar caer a su preciada carga, cruzó el recibidor y comenzó a subir por las escaleras que daban al segundo piso; los escalones crujían a cada paso que daba en medio del silencio absoluto que reinaba. Cuando llegó al último escalón, giró a la derecha para recorrer un pasillo que aún conservaba el inconfundible olor a té al que tanto se había acostumbrado y tras haberlo recorrido, atravesó la puerta que conducía al dormitorio principal.

Se mantuvo de pie inmóvil por un momento mientras contemplaba el lugar. En el dormitorio había en un pesado armario de roble tallado y la enorme cama era de cuatro postes de madera con forma de espirales retorcidas adornados con un dosel de pesado tejido color verde oscuro. Las fabulosas ventanas eran amplias y con grandes cristales para permitir el paso de la mayor cantidad de luz posible y al lado de ellas, una mesita de madera y una silla.

Sebastian llegó al lecho en cinco grandes pasos, después colocó a su joven amo en el blando colchón y se quedó de pie, observándolo. Ciel Phantomhive, el orgulloso y prepotente chiquillo que siempre le daba órdenes yacía plenamente dormido, tan profunda y completamente dormido que parecía estar muy lejos, en una región lejana. Remota y tranquila.

Una vez más habían resuelto un caso que preocupaba el corazón de la reina. Seguramente los periódicos anunciarían pronto el hallazgo de los cadáveres de los desaparecidos en el Hyde Park, pero ¿a cambio de qué?, pensó Sebastian con amargura mientras mantenía su mirada en su joven amo. Sus ropas estaban rasgadas y llenas de sangre debido a las heridas causadas por las espinas de las rosas. Las cosas se le habían salido de control esta vez. Aún le costaba creer que había tenido que recurrir a la ayuda de Grell Sutcliff para salir del problema en el que se encontraba en aquel momento.

Frustrado, cerró sus ojos y sus manos se apretaron en puños. Le pasaron mil maldiciones por la cabeza. Reproches, amenazas, insultos y exigencias que como buen contratista y mayordomo debía cumplir al pie de la letra, pero que había dejado de lado.

Su enemigo había sido alguien fuerte sin duda alguna. El más fuerte al que se había enfrentado hasta ahora y el que más problema le había causado. Era alguien que le había hecho sudar frío y le había dado en qué pensar. Rosette no destacaba excesivamente por su fuerza física o por su habilidad con las armas, aunque desde luego no era una principiante en esas cualidades. Lo que la convertía en uno de los peores enemigos con los que se había enfrentado, eran sus espinas llenas de pecados, venenosos como la maldad, y eficaces como una espada bien afilada, y sus efectos.

Tras recordar su encuentro con ese demonio femenino, Sebastian se obligó a respirar con calma y a abrir los ojos. Lo siguiente que tendría que hacer le estaba causando un vendaval de contradicciones a su mente.

Estaba lo que era correcto, lo que era incorrecto y lo que era necesario. Pero la batalla la estaba ganando su propia necesidad.

—Hasta este punto hemos llegado y hasta lo último hemos de llegar —murmuró al tiempo que se deslizaba por la habitación para encender las velas de los candelabros que se encontraban sobre el buró al lado de la cama. La iluminación que produjo era apenas una mortífera señal luz, suficiente para darle intimidad al ambiente—. Es hora de despertar, joven amo.

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