Capítulo tres

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"Daddy, are you out there? 
Daddy, won't you come and play?
Daddy, do you not care?
Is there nothing that you want to say?
I know
You're hurting, to
But I need you, I do"


Harold May.

Un hombre corpulento, con vestimenta elegante y porte intachable.

Electricista por excelencia, mecánico por entretención.

Un hombre bastante estricto y con un corazón bastante fuerte.

Un corazón que ahora se encontraba hecho trizas, con la ira e impotencia carcomiéndolo, sin saber cómo manejar las sensaciones que albergaban en su ser.

Su paso era rítmico, casi manejando un compás de una sonata la época victoriana que su padre, protestante de la época, se encargó de enseñarle desde joven; sedienta de rabia, sedienta de cambios.

Sedienta de justicia.

Ruth, una mujer de la época, tras los pasos de su marido, siguiendo de manera desordenada el paso que este manejaba. Entrando con él, según había organizado la funeraria, los primeros puestos.

Las lágrimas y el dolor punzante en todo su cuerpo no le dejaban ni ver ni pensar con claridad. Sin embargo, la poca cordura que le quedaba le permitió notar nuevamente dónde estaban, y captar de sopetón la fuerte imagen que tenían en frente.

Una caja gigante, de forma rectangular, se encontraba en toda la mitad del recinto adornada de flores brillantes y coloridas, con pequeñas luces amarillas rodeándole, generando calidez a un lugar que, lógicamente, para nada tenia.

El paso seguro que el hombre llevaba se detuvo. Y a pesar de saber el por qué se encontraba allí su mente le jugaba la mala pasada de tener que recordárselo una y otra vez.

Su hijo había sido arrebatado.

Su hijo había sido asesinado.

Su hijo había muerto injustamente.

Su respiración empezó a ser arrítmica, y colgándose del brazo de su mujer, caminaron despacio, siguiendo un pequeño vals que sonaba como prueba en el órgano de la parroquia, dejándolo en blanco por un segundo.


"— ¡Déjala, papá! —gritó el niño de nueve años, corriendo hacia él mientras le agarraba rápidamente la mano—. No la cambies, es Chuck Berry. John y yo estuvimos escuchándolo hace unos días, ¡es una nota!

El ceño del señor May, sin realmente quererlo, se dejó brotar en una mueca inconforme por la revelación.

— ¿Y se puede saber por qué estuviste en la casa de ese niño? Te dije que sólo podías ir los fines de semana, Harold.

El tosco tono de su padre le hizo encogerse, lamentando haber soltado la pequeña travesura que había sido encubierta por su madre.

—Por-porque... —intentó hablar el rizado, quien preso del miedo, era traicionado por pequeños temblores en su voz.

—No me digas que te has ido sin permiso, Brian Harold May, porque vamos a tener serios pro...—

— ¡Era el cumpleaños de Julie, Harold! —interrumpió Ruth, quien intentó, sin éxito, sacar del problema a su hijo—. No te lo comenté porque estabas en la fábrica, pero la madre de John vino a casa para decirme que harían una pequeña fiesta, y no vi por qué no podía ir.

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