Pedro nació en 1948, en Venadillo, en el departamento del Tolima y pasó gran parte de su infancia en El Espinal, municipio del mismo departamento. Su madre era prostituta y trabajaba donde vivía. Es el séptimo de trece hermanos, todos hijos de los clientes. Los niños permanecían en la misma habitación donde su progenitora atendía a los parroquianos, separados de ella solo por una cortina. Pedro podía oír y quizás ver todo lo que hacía su mamá con los visitantes.
A los nueve años, trató de violar a una de sus hermanas. Su madre lo castigó quemándole los pies con una vela y abandonándolo.
Pedro logró llegar hasta Bogotá donde vivió en la calle, durmiendo en edificios abandonados. Aprendió a pelear con cuchillo, a fumar bazuco, a comer de la basura. Según su propio testimonio durante esta etapa de su vida fue violado por hombres que lo engañaron diciendo que querían ayudarlo.
No se sabe cómo, la vida le dio una segunda oportunidad. A los doce años fue adoptado por una pareja de estadounidenses y dejó la calle. Vivió en una casa, fue a la escuela, recibió educación, abrigo, comida y amor. Sin embargo, fue violado, de nuevo, esta vez por un profesor, lo que lo impulsó a volver a las calles.
En su juventud el rostro de Pedro denotaba algo de pesimismo y melancolía. En su cara ovalada destacaba su nariz romana o quizás aguileña, de puente protuberante y torcido, pero de base ancha, como una nariz nubia. Quizás se la habían roto alguna vez... o varias. Su boca era pequeña y delicada, de labios finos, enmarcada por las líneas nasogenianas que casi se cerraban sobre el mentón. Sus ojos eran grandes, tristes, de abundantes pestañas. Bajo sus ojos ya se marcaban las llamadas líneas sexuales, que se podían confundir con grandes ojeras, pero no lo eran. Sus cejas eran escasas, caídas y acentuaban esa expresión melancólica. Sus orejas eran pequeñas, pegadas a la cabeza, de grandes lóbulos. Parecía un joven inteligente y sensible.
A los veintiún años era ladrón de autos, delito por el que fue capturado y condenado a siete años de prisión. En la cárcel era el juguete sexual de varios presos hasta que no soportó más y devolvió el golpe. Degolló a sus tres agresores, por lo que solo recibió dos años más de condena. En 1978 obtuvo la libertad.
Entonces viajó hasta el Perú, país donde hizo del asesinato su afición, bajo la fachada de un vendedor ambulante. Sus víctimas eran niñas de entre nueve y doce años, inicialmente indígenas, a las que atraía con regalos. Las escogía buscando los ojos más inocentes. ¿Lo haría por aquella hermanita de la que intentó abusar, por la que lo echaron de su casa con tan solo nueve años? Después de violarlas, Pedro las estrangulaba con sus manos, siempre con la luz del amanecer. Lo extasiaba ver cómo se apagaba la luz de sus ojos. Luego practicaba la necrofilia y las enterraba en grupos de tres o cuatro. Llamaba a los cuerpos sus «muñequitas». Después los visitaba para conversar, a estas visitas las llamaba «fiestas».
Los indígenas de la región Ayacucho sospechaban de él. Se estima que asesinó a 100 niñas en el Perú. Un día lo atraparon, lo ataron, lo enterraron en la arena hasta el cuello y lo cubrieron de miel, para que las hormigas se lo comieran. Se dice que una misionera estadounidense le dio otra segunda oportunidad, lo rescató prometiendo a los indígenas entregarlo a las autoridades. No se sabe si escapó de la misionera o de las autoridades, pero de nuevo se le perdió el rastro.
En 1980, una riada en el municipio de Ambato, en el Ecuador, descubrió cuatro cadáveres de niñas que no habían muerto en la inundación y puso en alerta a las autoridades. Por esos días Pedro intentó secuestrar a una muchacha en un supermercado y fue capturado. Las autoridades no lograron sacarle nada pero el asesino le confesó todo a un sacerdote, quien no pudo soportar toda la información que recibió. Pedro consideraba a las ecuatorianas más dóciles, confiadas e inocentes que las colombianas. Fue condenado a 16 años de prisión en el Ecuador, la máxima pena posible de la época para ese delito en el país, y luego extraditado a Colombia para que respondiera por otros crímenes.
Cuando estuvo preso dijo: «Estaré encantado de volver a matar. Es mi misión»
En Colombia un juez lo encontró demente, inimputable y lo envió a un centro psiquiátrico, donde luego de cuatro años lo dieron de alta, en 1998, con el compromiso de asistir mensualmente a un seguimiento. Desapareció.
En sus últimas fotos conocidas puede verse que en ocasiones usa barba y bigote. Su pelo es muy abundante, se lo parte a un lado de la cabeza. En conjunto, el pelo y la barba hacen ver la cabeza grande para su cuerpo. Le faltan dientes. Sus labios son más gruesos. Sus ojos ahora se ven pequeños, dispares, muy hundidos, bajo unas cejas totalmente irregulares, que son casi como los dientes de una sierra. Sus párpados son caídos, como sus cejas. Muchas líneas se marcan en su cara, especialmente las horizontales de la frente, las verticales del entrecejo y la línea mercurial, que parte en dos sus mejillas. Si sonríe puede ser agradable. Su rostro serio es temible.
En 1999 renovó su cédula en la Registraduría Nacional del Estado Civil, como cualquier otro colombiano, sin ningún inconveniente.
En 2002 y en 2012 las autoridades encontraron dos casos, en lugares diferentes del país, con el mismo modus operandi, por lo que Interpol expidió orden de búsqueda y captura. Se especula que asesinó a 300 niñas, en tres países andinos. En 2012, Pedro, quien es conocido como «El Monstruo de los Andes», tenía 64 años, hoy, en el 2021, tiene 73 años y puede estar en cualquier parte, quizás admirando los ojos inocentes de alguna niña.
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Un nudo en la garganta
Mystery / Thriller¿Colombia es o fue un país de asesinos seriales? Entre los muertos de tantas matanzas se disimularon las víctimas de este tipo de asesinos, cuyos números se destacan a nivel mundial. ¿Qué nos enseñan los asesinos seriales sobre nuestras leyes y auto...