Un nudo en la garganta

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Sobre la paleta de una silla universitaria apoyaba los antebrazos. Me asombraron sus manos, eran muy grandes, qué coincidencia para un asesino cuya firma eran los nudos y su arma exclusiva una soga. Sus dedos eran largos y gruesos, con uñas pequeñas y estrechas, con forma de avellana, que se veían en sus dedos como el ojo de una aguja. Sus brazos eran velludos y después de seis años de prisión se habían adelgazado. 

Todas sus víctimas eran mototaxistas, de quienes se había ganado su confianza con su personalidad empática y algunas carreras previas. Siempre eran varones jóvenes, entre 18 y 25 años —el rango de edad más castigado por el homicidio en nuestro país—, de menos de 1,70 metros de estatura y 60 kilos de peso, para poder someterlos fácilmente o manipular sus cuerpos inconscientes en parajes solitarios. Amarraba a sus víctimas en un incómodo artilugio y las condenaba a asfixiarse a ellas mismas, cuando las venciera el cansancio e hicieran un movimiento. 

Cuando fue llevado al tribunal por primera vez, en Bucaramanga, era un hombre de unos treinta años de edad, inexpresivo, introvertido, de tez morena, pelo negro y ondulado, bien cortado, con algún asomo de calvicie. No era hipermusculado pero sí atlético, seguramente prestó servicio militar y conservaba el físico de un soldado. Llevaba camisa blanca de manga corta, con una camiseta blanca debajo, lo cual le daba cierta pulcritud considerando el clima. Se veía como un hombre normal de la clase obrera, no como uno entre los diez asesinos seriales con más víctimas en el mundo, en la historia reciente.

Durante el juicio no mostró arrepentimiento y nunca pudo ocultar la sonrisa, negaba con la cabeza las acusaciones del fiscal y decía formar parte de una organización cuyo cometido era controlar a los motopiratas que estaban afectando a los transportadores legales. Todo indicaba que actuaba solo y vivía del comercio de las piezas de las motocicletas robadas. Se le investiga por la muerte de 60 personas en cinco años, en cinco departamentos de Colombia, pero su esposa y sus tres hijos nunca sospecharon nada.

Un asesinato en Barrancabermeja permitió su captura, porque utilizó el celular de alta gama de su víctima, un muchacho que llevaba un mes trabajando como mototaxista y pagando su motocicleta, mientras lograba un cupo en una universidad. Desde el día del asesinato hasta su aprehensión pasaron siete meses de arduos esfuerzos de las autoridades. «Nueve de cada diez asesinatos en Colombia quedan impunes», tituló un periódico en 2015. 

Hoy, seis años después de su primera condena, luce más blanco —solo puede tomar una hora de sol al día— y delgado. Ahora sí tiene cara de psicópata y como de rata de alcantarilla, su cabeza gacha parece un animal agazapado. Su rostro se ve enjuto y son más evidentes sus orejas de soplillo, por el pelo mal cortado al rape. La prominencia de sus arcos ciliares y sus cejas puntiagudas, muy peludas, le dan un aire troglodita. Sus ojos son pequeños, inteligentes, pero de alguna manera siniestros. Su boca también es pequeña, llena de dientes diminutos y desordenados, siempre con una puta sonrisa.

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