Capítulo I

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Una de esas noches iluminadas por la luna, Owen decidió enfrentar el conflicto interno que lo atormentaba y lo llevaba a experimentar pensamientos oscuros. Apenas se le ocurrió la idea, se dirigió a la habitación de su única hija, su mayor tesoro. Ella acudió de inmediato a su llamado. Sin embargo, permaneció en una angustia silenciosa, observando cómo él caminaba de un lado a otro sin pronunciar palabra alguna; su última frase había carecido completamente de sentido.

Irritada, le preguntó repetidamente qué sucedía, pero su padre no le respondía. Solo podía murmurar y sollozar sin cesar mientras las lágrimas brotaban de sus ojos, manifestando una profunda tristeza. Se asemejaba a un animal herido.

La joven tenía paciencia ante los episodios de pánico de su padre; comprendía que su dolor provenía del luto por su madre, quien había fallecido veinte años atrás. Esa mujer—María—era el gran amor de Owen y lo único que quedó del profundo vínculo que compartieron era ella: la joven ante él. Sin embargo, Owen no se sentía digno ni siquiera de mirarla a los ojos; se culpaba por la muerte de su esposa.

Todo había comenzado porque María nunca mostró entusiasmo por la maternidad; más bien era un tema que la aterrorizaba. Temía el embarazo, perder su figura y sus libertades, y el inminente deber de cuidar a un bebé junto con todo lo que eso implicaba. En su familia había historias trágicas: sus tías habían muerto durante el parto y su madre solo pudo tenerla a ella.

Owen minimizaba esas preocupaciones porque anhelaba ardientemente tener descendencia. La insistencia por parte del rey era tal que llegó al extremo de forzarla a tener relaciones sexuales con él en diversas ocasiones con la esperanza de hacerla quedar embarazada; sin embargo, todos esos esfuerzos fueron en vano mientras ella estaba sumergida en el estrés y las dudas.

El rey solía encerrarse en sus aposentos en llanto, convencido de que terminaría sus días sin un heredero...

Con los años transcurriendo sin cambios significativos llegó finalmente el momento inesperado: María quedó embarazada. La noticia fue recibida con tal alegría por parte del rey que se obsesionó con asegurarle todo lo necesario para llevar esa gestación a buen término. Recordaba las advertencias del médico sobre cómo las mujeres perdían fertilidad con la edad; así que cuando escuchó que ella estaba esperando un hijo lo consideró un verdadero milagro.

Se dedicó por completo a cuidar a María: incluso adoptó medidas extremas como prohibirle salir del cuarto y exigirle reposo total. Solo podía levantarse para ir al baño o tomar breves períodos bajo el sol durante quince minutos al día. Su dieta era excesiva y las normas eran rigurosas.

Así transcurrió todo el embarazo recluida entre cuatro paredes; aburrida, aislada y llena de rabia. Como era previsible, subió cuarenta y cinco kilos y desarrolló un humor verdaderamente feroz. No quería ser vista en ese estado; en su nación las reinas eran célebres por su belleza y ella—"gorda, pálida, desarreglada y envejecida"—estaba infinitamente distante del ideal al cual alguna vez había pertenecido con gracia.
Las damas de la corte intercambiaban miradas y risas apenas disimuladas a expensas de Su Majestad, mientras los centinelas, que tiempo atrás se disputaban la oportunidad de admirar su belleza, para ese entonces se ocultaban, temerosos de enfrentar el tormentoso humor de una reina sumida en la melancolía. Ella, no tan ingenua como para ignorar las murmuraciones, observaba todo con una claridad que solo alimentaba su paranoia. Así, quienes erraron al reír enfrente de ella pagaron el precio: azotes y castigos aguardaban a las desafortunadas que parecían burlarse de su desdicha.

La noticia se esparció como fuego entre los súbditos; hablar sobre el aspecto físico de la reina había pasado a ser un pecado capital, y las tendencias de moda se convirtieron en un eco lejano en una corte marcada por una inusitada austeridad.

El rey, alarmado por la creciente tristeza de su esposa ante su propia imagen deteriorada, tomó medidas drásticas. Prohibió la exportación de telas sutiles: si Su Majestad debía relegarse a lo austero, entonces ninguna dama del reino podría aderezarse con lujosos atavíos. Sin posibilidad alguna de teñir sus cabellos o lucir hermosos vestidos, las damas del palacio asumieron un aire sombrío.

Durante esos meses aciagos del embarazo real, harapos cubrieron los cuerpos incluso del rey; los espejos y cristales desaparecieron de la corte y el maquillaje fue desterrado. Como resultado, la elegancia fue echada a perder; los nobles comenzaron a manifestar signos visibles del descuido que padecía el reino. En unos pocos días la burguesía comenzó a sucumbir bajo esa misma desgracia que antes solo afectaba a otras clases.

Con tal desdicha reinante para todos los estratos sociales –si los nobles no podían engalanarse apropiadamente— era inevitable que el pueblo adoptara una apariencia descuidada: mujeres sin maquillaje y hombres orgullosamente cicatrizados por guerras pasadas convivían con rostros marcados por enfermedades pasadas. El despeino generalizado y las miradas perdidas hacían parecer a muchos lugareños como indigentes atrapados en su miseria común.

Pasaron semanas difíciles y barrieron meses enteros hasta que finalmente esa dura realidad se volvió rutina entre ellos. Fue entonces cuando llegó el día ansiado lleno de dolor mudo y dulce esperanza: nació Felicia Elena, la pequeña princesa destinada a traer luz en medio de tanta penumbra.
No obstante, su madre pudo sostenerla escasos instantes antes de sucumbir tras haber traído una vida al mundo. En ese breve tiempo fugaz, en un parpadeo eterno marcado por amor puro e inexplicable, la reina conoció lo sublime reflejado en los ojos inocentes de su hija.

El rey quedó sumido en un océano de culpa tras haber perdido a su amada esposa en ese esforzado acto maternal; había creído que formar una familia era posible sin riesgo alguno… Pero también comprendió cómo la presión social había desgastado el corazón valiente que compartía su vida. Así pasaron semanas oscuras donde evitó mirar siquiera a Felicia; se sentía culpable ante aquel pequeño rostro que era también un recordatorio doloroso.

Ante tal pérdida aplastante para el monarca regente y abrumado por circunstancias fuera de control –en parte porque esa criatura había venido al mundo– fueron las damas quienes, aunque resentidas e incapaces de ocultar sus sentidas frustraciones personales hacia aquel bebé se hicieron cargo los primeros meses. Viéndola como el claro símbolo del fin del esplendor... Le apodaron:
"La princesa fea".
No fue sino hasta varios meses después –cuatro exactamente– cuando finalmente el rey se encontró con la bebé. La imagen radiante le devolvió el sentido vital perdido durante tanto sufrimiento; un encantamiento inquebrantable floreció entre padre e hija desde ese instante decisivo. Creciendo como resplandor inesperado bajo esas tristes paredes del palacio helado por lógicas imposiciones sociales creadas por lo absurdo del deber… así comenzó una infancia llena pero ajena al juicio externo de Felicia.

Su padre la amaba incondicionalmente y la protegía de cualquier cosa o comentario que la pudiera hacer sentir mal, la amaba con locura, como si quisiera anticiparle de una vez todo el amor que le correspondía recibir durante toda su vida.
Por eso es que no la dejaba salir; durante años, nadie pudo verla. Felicia solo conoció a su maestro y a su padre, viviendo aislada en su habitación. Aquella estancia, proporcionada por el rey, era desmesurada y contaba con una biblioteca, un baño, un pequeño jardín, una cocina y un comedor. Era como una vivienda dentro de la habitación real. El único lugar diferente que había visto era la habitación de su padre, situada al fondo de la biblioteca. Nunca salió; nunca conoció a nadie más, hasta aquel día de luna clara en que Owen finalmente tuvo un momento de lucidez tras tantos episodios de demencia.

Así comienza la historia de Felicia, "La reina fea".

LA REINA FEADonde viven las historias. Descúbrelo ahora